De
la nación de los Yahoos, los hechiceros son realmente los únicos
que
han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye el poder de cambiar
en
hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió
mi
incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste fuera una prueba.
(Borges, «El informe de Brodie»
[1970])
Quienes
también hoy se rigen por el pensamiento mágico, sostienen, entre sus cuatro o
quizá infinitos dogmas de patio de colegio o de andar por casa, que la persona
lengua —a la que por resultarles tan poco amistosa señalan con su pulgar
fascinado— es el mismísimo mundo, tan animado y animista. Creen, ciegos como el
rey de los Yahoos, que cambiarla lo transforma. En vano les argumentará un cartesiano
que eso sucede sólo en el inverificable orbe metafísico, construido y poblado en
exclusiva por palabras. (Aunque de vez en cuando por él paseen un loco de
Waterloo o una señora, prima hermana del arcángel Gabriel, que con valentía
vence el miedo a la pelu para fundirse
la caja de resistencia en estilismos ginebrinos.)