Observemos
una señora paradoja. Quizá la madre de todas: el clima y la historia comparten la
constante del lento cambio continuo. Razón por la cual, en cualquier punto del
trayecto se da, por fuerza, una coincidencia con algún punto anterior. Por eso
lo absurdo de la exclamación, entre sorprendida y corajuda, «¡En pleno siglo
XXI!», hija de la superstición del progreso que se niega a constatar que los
cambios se producen sin objetivo alguno. O dicho con giro que inventaría
Quevedo: sin ton ni son.
Este
verano, por ejemplo. El más triste para una generación, a la que pertenezco, apenas
entrenada en desdichas colectivas. La del vértigo veloz de un virus voraz que
tira a matar, nos ha puesto, sin tiempo para calentar ni quitarnos el chándal,
a jugar con fuego. Y eso que llevamos años en el gimnasio de otra tristeza, la
del cambio climático. Asunto sujeto, como de costumbre, a rancias discusiones
de esa teología de nuestra época, la política (así en D. Innenarity, «El
clima ya no es lo que era», El País, 30-11-2010), que desconoce, y
por tanto desprecia, la racionalidad del método científico. Reflejando, por lo
demás, esas sensaciones más que térmicas, el periodismo suele dar fe de un pasmo
colectivo: «Tiempo
de locos: el verano se coló con 25º en pleno invierno» argentino,
dictaminaba no ha mucho El Día, 14-7-2017. Noticias así refuerzan
nuestra creencia de estar ante una novedad. Porque no lo duden, lectores de la
prensa de cualquier lugar: nuestros tiempos son únicos. De modo que los ecos de
las Redes multiplican los casos, aun inversos; tal el de ese alguien que firmaba como jaz1 en
«El verano ya no es lo que era» (Menéame, 19-8-2007): «Los termómetros
bajan de 3 a 5 grados según las zonas. […] La suavidad de las temperaturas está
convirtiendo este agosto en inusual. Es más, comienzan a invertirse las
temperaturas terrestres y marítimas […]».
¿Inusual? Alfonso Martínez de Toledo
compuso en 1438 su libro Arcipreste de Talavera. Por el capítulo I de la
IV parte va el buen clérigo moralizando sobre cómo los castigos de Dios son,
claro, divinos. Es decir, buenísimos: «Por ende no nos maravillemos si por
nuestros pecados y bestiedades Nuestro Señor mansamente nos azota —no según
merecíamos, que ya no seríamos al mundo—, como dice David: “Si no [fuera por]que
mi Señor me ayuda, poco menos en el infierno morara ya la mi ánima”». Según era
habitual entre aquellos moralistas, a esta regla de la doctrina acompaña el
ejemplo, que abunda —lo que es darle la vuelta al argumento— en que los pesares de la especie manifiestan la bondad enorme de Dios: «Y así
Nuestro Señor, según la su gran benignidad, nos castiga por mortandades, malos
tiempos, adversidades, sequedades de pocas aguas, guerras, enfermedades,
pasiones, tribulaciones, dolores de cada día y afanes». Ya saben, la pandemia
es un regalo de las alturas. Y en estas iba Martínez cuando se pone a largar,
como si se hubiera montado en un ascensor o estuviera acodado sobre la barra de un bar,
del tiempo:
que ya los tiempos no vienen como solían, porque
los hombres y criaturas no viven como vivían; que ahora en el verano hace
invierno y en el invierno verano. En el invierno truena y relampaguea con rayos
contra natural curso, y en verano serena y no llueve sino piedra y granizo.
Estas cosas y otras vemos de cada día por nuestros pecados y merecimientos, que
ya los antiguos que viven dicen: «Nunca tal vi; nunca tal oí; nunca me acuerdo
de tal tiempo tan fuerte, tan crudo, ni tan seco, ni tan caluroso». En tanto
que bien ve el hombre ciertamente que ya los tiempos no son los que solían.[1]
Un texto como los nuestros del XXI, ¡en pleno
siglo XV!
Prescindo en esta nota de la variante de ego romántico
que asocia cambio climático y transformación personal, así la trasmitida por los
apuntes sin fecha, es decir, intemporales, de C. Battaglini, «El
verano ya no es lo que era», o
por M. Aguilera, «El
verano ya no es lo que era» (Diario Las Américas, 30-5-2015). Ambos tratan
del tiempo pasado que ya se fue. Razón por la que, sin duda manriqueña, aquel era
mejor. Mucho más atenta a la medición científica se halla la viñeta de Álvaro «El
invierno ya no es lo que era» (Tribuna de Valladolid, 11-1-2019), en
que uno de los dos personajes del primer plano, o protagonistas, exclama en plena helada: «¡… Si es
que ya no hay inviernos como los de antes…!».
Mientras ambos están al
borde de la congelación.
[1]
Termina Martínez: «Y como ya de suso
dije, cuando verás el árbol verde, que no le fallece humedad ni agua, y se
seca, señal es de no llevar ya fruto y que el fuego con deseo lo espera.
Entienda quien quiera este ejemplo, entiéndase cada cual y no errará: tema a
Dios y déjese de hados y fortuna». Esa imagen del árbol verde que se
seca aparecía en efecto de suso, en su anterior capítulo IX de la I parte: «Y como te dije de Salomón, así de
otros muy sabios y valientes varones: pues, amigo, cuando vieres que el florido
y verde árbol del todo se seca, señal es que para el
fuego se apareja, y para otra cosa no debe ser ya bueno, ni para otro fruto de
sí dar ni llevar. Por ende, huye amor de quien tales males proceden, y ama a
Dios, de quien todos bienes vienen». Cito Arcipreste
de Talavera por la edición modernizada en 2004 de la Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes, pero si quieren el pasaje exacto y con grafía antigua que
te pasas del siglo XV, se hallará en la páginas 230-231 —y 62 para la segunda cita— de la edición de [M.
Penna y] J. González Muelas (Madrid, Castalia, 1972), en que el Si no [fuera por]que, lugar que he
enmendado entre corchetes, figura así: Sy non que.
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