miércoles, 1 de agosto de 2018

IX, 50. IAG 1.1.1


Algo se parece a como cuando estás olvidado del mundo o repantingado en el sofá, viendo una peli española en mal año rodada con sonido directo, por la cosa de la naturalidad y del ahorro (o del ahorro-naturalidad): que tienes que darle varias veces al replay para averiguar qué coñocojones farfulla la última revelación de los Goya, criatura que tantas clases de vocalización fue saltándose hasta alcanzar el éxito. Se parece algo, sí, pero con Góngora manda la métrica música perfectamente medida, domeñadora de la sintaxis y señora de la semántica. Aunque es el caso que sus poemas exigen VAR a cada instante, tal que la vida misma, o relectura continua…, a medida que se los va leyendo. En el siglo pasado ensayé una explicación:

la lírica renacentista se hallaba en un estado de desgaste por la reiteración de temas y formas consabidos; por tanto, producía un cansancio resuelto con una lectura rápida en que el receptor apenas encontraba sorpresas. Empeñado en la recuperación de esa lírica, que significaba la recuperación de sus potencialidades semántico-rítmicas, Góngora enmaraña el texto para que el lector se detenga continuamente, frenando las prisas de su lectura y evitando el desgaste de la lengua poética, que precisa de la calma para lograr su plena eficacia expresiva. De esta forma, […] Góngora es uno de los poetas que más han contribuido a enseñar cómo se hace un poema.[1]

A ver qué es eso entonces del carbunclo, piedra-animal, y la tradición apócrifa con que acabamos de topar en las Soledades. No más allá de 1557, Gonzalo Fernández de Oviedo había escrito en su Historia general y natural de las Indias […]. Tomo primero de la segunda parte […] (ed. J. Amador de los Ríos, Madrid, Real Academia de la Historia, 1852), tratando de un puerto situado en el Estrecho de Magallanes:

Deçia este clérigo que estando en este puerto, se vieron dos animales en tierra, de noche, los quales deçian que eran carbuncos, cuyas piedras alumbraban como sendas candelas resplandesçientes; á los quales hiçieron guarda, é despues que pussieron en ello diligençia por los tomar, nunca mas los vieron ni paresçieron, é antes desso los vieron tres ó quatro noches. (Libro XX, capítulo 10)

Tras consultar las Etimologías de san Isidoro y la Historia natural de Plinio (pp. 47b-48a), el cronista añade esta relevante apostilla, que Arellano, aunque glosa, no cita: «Yo no hallo escripto de tal animal» (p. 47b). Lo que conduce al verso de Góngora: «Si tradición apócrifa no miente» (Soledades, I, 74). Al morir en 1557, Fernández de Oviedo dejó la segunda parte de la Historia general dispuesta en un manuscrito que no vio la luz hasta 1852, cuando se hallaba en la Biblioteca patrimonial del Rey, procedente de la biblioteca del conde de Torre Palma, según Amador de los Ríos (pp. v y 457, n. 1). En ese cartapacio figura la nueva del nocturno animal llamado carbunclo y de la piedra que lleva en la frente. ¿Cómo llegó a Góngora tal noticia? Sin demasiada convicción, Arellano apunta a Pedro de Valencia, el sabio amigo a cuyo juicio sometió Góngora su Soledad primera, que «fue nombrado cronista de Indias», por lo que «seguramente el poeta podría disponer de muchos papeles» (p. 215, n. 38). Arellano entiende en todo caso que la del animal carbunclo sería «una “tradición apócrifa” —desconocida para el mundo antiguo y medieval—, situada en el marco de las “maravillas de las Indias”» por lo que «la relativa novedad del motivo explica que los eruditos comentaristas de Góngora todavía no tuvieran noticia de él, ya que se habría difundido de manera algo aleatoria» (p. 215).
Por ejemplo, en un diccionario-enciclopedia rigurosamente coetáneo de las Soledades, el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), debido al espléndido Sebastián de Covarrubias. No se entiende lo que fue nuestro siglo XVI sin fatigar las sorprendentes páginas —lo contienen todo— del Tesoro. Bajo cuya entrada carbon se lee:

[…] carbo vale el carbón encendido, y hecho brasa; y assí se dixo carbunco, Lat. carbunculus, [...] vna piedra preciosa que tomò nombre del carbón encendido, por tener color de fuego, y echar de sí llamas y resplandor, que sin otra alguna luz se puede con ella leer de noche una carta, y aun dar claridad a un aposento. Pyrôpus. Fingen también criarse en la cabeça de un animal, que quando siente le van a caçar echa sobre la frente (adonde la tiene) un ceño con que la cubre.

Si no de algún lejano legajo, Pedro de Valencia interpuesto, o no, Góngora pudo tomar la noticia de Covarrubias, quien, como él, menciona sin más a un animal. La explicación más sencilla es siempre la más sólida. Provisionalmente, claro.
El Tesoro muestra que no era preciso ir a América —frente a lo que entendía Arellano— para encontrarse con el cuadrúpedo carbunclo. Lo atestiguan otros dos textos, aducidos por S. Méndez, «Sensus mythologicus atque astrologicus: la alegoría del toro celeste de Góngora»Studia Aurea, 6 (2012), pp. 31-98 (p. 42, n. 41). El primero se halla en la octava 28 del Canto I de La Mosquea, de José de Villaviciosa, cuya fecha de publicación, 1615, tan próxima a la de las Soledades, podría indicar que el animalillo se estaba convirtiendo en una moda poética[2]:

Del Carbunco se dice, y cosa es cierta,
(maravilla notable en tal viviente)
que tiene un ojo solo con su puerta
en medio del espacio de su frente;
si esta de noche se descubre abierta,
echa una luz de sí resplandeciente
tan clara, tan hermosa y rutilante
que suele prestar luz al caminante.

Al peregrino de las Soledades, por ejemplo; pero qué diferencia entre ese callejero «y cosa es cierta», como de barra de bar, y el distante o irónico «si tradición apócrifa no miente» de Góngora.
El segundo texto traído por Méndez me resulta aún más interesante. Se encuentra en el artículo 17, «Trata de otra impression que se dize de los marineros sant Elmo», del Libro II, capítulo III del Tratado de cosas de astronomía y cosmografía y filosofía natural (Alcalá, 1573), en que Juan Pérez de Moya, refiriéndose precisamente a los «fuegos de San Telmo», señala: «Tenian esto por cosa de prodigio. Algunos quando de noche veen este resplandor tan cerca del suelo, piensan ser Carbunco que sale de noche, a manera del gusano que dizen Luciernaga, porque tiene en sí vna partecica que relumbra» (p. 114). Así que la relación entre el fuego de San Telmo y el animal carbunclo estaba ya aquí, treinta años antes de que las Soledades la reformularan mediante nexo metafórico. La unión de ambos elementos en los dos textos me hace proponer que, hasta donde sabemos hoy, Pérez de Moya suministró el estímulo para el pasaje de las Soledades que vamos revisando. Y su «Algunos […] piensan» contiene, como tenue anuncio, la tradición apócrifa que mienta Góngora.
Y de la que duda. O no.

[1] Cito de mi texto sobre las Soledades, en B. Díez Huélamo y G. Garrote Bernal, Obras clave de la lírica española en lengua castellana, Madrid, Ciclo, 1990, pp. 140-145 (p. 144).
[2] A la que habrían contribuido los poemas convocados por Arellano (pp. 216-218): además de La Argentina (1602), de Martín del Barco Centenera, el soneto «Difinición de amor», de Diego Hurtado de Mendoza (o de Figueroa: cfr. D. Hurtado de Mendoza, Poesía completa, ed. J. I. Díez Fernández, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2007, p. 567), «Amor, lazo en la arena solapado, / ponzoña que entre miel está escondida, […] / carbunco que buscándole se encierra, / ¿por qué no cortas de mi vida el hilo?», y el de Francisco de Figueroa, «Cual carbunco que en noche tenebrosa / paciendo dulces hierbas, muy seguro, / levanta la pestaña y resplandece / la clara piedra por el aire obscuro, / mas si la fiera siente alguna cosa, / cerrando su pestaña desparece […]», con el desdoblamiento de la fiera y la piedra, como luego en Góngora, quien por supuesto pudo haber leído estos poemas.


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