Desde parcelas de la antropología, la psicología y la lingüística se sostiene el convencimiento de que una estructura compleja de universales se encarga de unificar los signos y las escrituras: porque la mente humana salva con su imaginativa casi todos los límites, mas ella misma tiene un lindero que no le es dado sobrepasar. Mircea Eliade mostró en El mito del eterno retorno cómo todos los ritos son el Rito en la mente primitiva. Es la idea de los arquetipos, desarrollada de Platón a Jüng.
Todo está ya dicho y hecho. La literatura, la historia toda, son entonces eternas cadenas de repeticiones. Y al artista no le queda sino innovar reiterando, porque, situado al margen del caos de la vida, «un artista, si prescinde de la riqueza de la naturaleza, solamente puede elaborar unas cuantas formas que reflejen su visión interior, convirtiéndose en imágenes creadas», según afirmó Kenneth Clarke en su biografía de Leonardo de Vinci.
Paul Valéry pensaba que la historia de la literatura «no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor». En «La flor de Coleridge», Borges apela a varios testimonios que apoyan esta idea: Shelley veía en todos los poemas fragmentos de un poema infinito; Emerson adjudicaba los libros todos a la autoría de un solo caballero omnisciente, en virtud de la unidad central que mostraban; el mismo Borges, que no se afilia decididamente a esta trayectoria, escribe que «el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos». Y así, George Moore y James Joyce incorporaron páginas ajenas a sus obras; Oscar Wilde regalaba argumentos para que otros los desarrollaran; el joven Borges vio la literatura en un hombre que fueron muchos, y Pierre Menard casi escribió el Quijote, quizá por aquello que apunta finalmente Jorge Luis el Amanuense:
Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia.
Añadiré a todo esto que los renacentistas supieron que imitar era crear y que la idea de que los poemas componen un solo Poema parece ser de Goethe, a quien sigue Francis Turner Palgrave en su reeditada antología Golden Treasury (1861). Según el compilador, los poemas que seleccionó son «como episodios de ese gran Poema que todos los poetas, al igual que los pensamientos de una gran mente cooperan entre sí, han erigido desde el comienzo del mundo». Since the beginning of the world, dice Palgrave. En inglés, el juego de vocablos que se pone a tiro es sencillo (y significativo): también, en efecto, podría haber escrito of the word. Desde el principio de la palabra. A fin de cuentas, no hay mundo sin palabras. O las palabras son el mundo.
Seguiré en unos posts esta confusión que urde el amplio tapiz universal de la poesía. Cuatro mimbres —lo popular y lo culto, lo helénico y lo hispánico— de esa enorme y esencial obra serán aquí manejados y manipulados. Y pues que la literatura la he concebido como aventura, todo habrá de ir fundido y confundido en el tiempo y en ese retablo de psicologías que es la historia literaria.
Supongo que, siendo clasicista militante, habré de concluir, acordando con mis antecesores, que todos los poemas son el Poema.
La vida en cada poema.
ResponderEliminarEs cierto que todo está escrito y que el poeta recrea lo antes creado pero debe sorprender y llegar a los que leyeran o escucharan su obra. Si consigue perturbar y conmover, parecerá que ha surgido algo nuevo, original y jamás contado; y así, la literatura continúa y no se agota. Todo es lo mismo y distinto.
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