Hay lectores u oyentes, como Mauricio, que no transigen del todo con el
pacto del engaño. Son muy exigentes gentes con los textos instantáneamente ficticios, esos que desde el momento mismo de su escritura rehuyen el completo
ajuste con las leyes de la que, por entendernos, seguiremos llamando realidad. Les solicitan adustos —sobre poco más o
menos— que no sean muy radicales y, por tanto, que sus referencias resulten
coherentes con las reglas dispuestas por los sacerdotes del poder jurídico y
del poder científico.
O, al menos, que no pierdan la coherencia con los edictos previos de la
imaginación de su correspondiente autor: «Lo único que importa, en el interior
del texto, es la coherencia», afirma Urrutia, que continúa así:
Y entiendo
por coherencia una trabazón peculiar entre los componentes de una obra
literaria que rige la verosimilitud interna, sus relaciones de valor y uso con
el exterior y la ficción de su lenguaje.
Una mujer que ascienda sobre una sábana a los cielos no será coherente en
una novela del realismo o naturalismo decimonónico, pero sí en otra del
realismo mágico. En Cien años de soledad
(1967), Gabriel García Márquez dispone las bases para que funcionen pasajes
conducidos por una lógica metafórica y poética con la que un ingeniero no
hallaría la manera de sostener un avión en el aire. Ni siquiera a las cuatro de
la tarde:
Remedios,
la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo
serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó la
sábana a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con
la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que
abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con
ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron
con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más
altos pájaros de la memoria.
Si nos dejase la memoria —repleta ahora de semejante instantaneidad ficticia
radical, que hay quien denomina belleza—,
recordaríamos otro relato. Digamos el de Periandro: «hice volar por el aire» a
un caballo, que cayó sobre el hielo, a pesar de lo cual sus patas «resistiesen
el golpe» (Cervantes, Los trabajos de
Persiles y Sigismunda [1617], II, 20). Es otra narración instantáneamente
ficticia. Y como la de Remedios, la bella, contradice al sentido común, a la
biología y, con el tiempo, incluso a Newton y su manzana prosaica, empeñada en
caer solo hacia abajo. Narración por tanto situada en el fértil oasis de la
poética inverosímil del romance —que
es como se dice desde que la crítica literaria hace como que escribe en inglés—
o novela fabulosa. Lo que quiso componer Cervantes con el Persiles. Autor que, por haber sufrido la desgracia de nacer antes
del siglo XIX, nunca pudo ser realista. (Ni otras cosas que ahora no vienen a
cuento, pero que le va atribuyendo la tribu de cervantistas postmodernos.)
Pues sucedió —y es a lo que iba— que a Mauricio, uno de los oyentes de
Periandro, le dio por concordar con el mayoritario arquetipo aristotélico y
realista, por lo que «duro se le hizo […] el terrible salto del caballo tan sin
lisión». ¡Cómo va a salir sin lesiones ese caballo volador y saltarín, hombre! Luego
pasa lo que pasa: se empieza por no admitir un relato fantástico, se sigue pidiendo a cualquiera que vaya por la calle que no mienta, y se termina por exigir
a un presidente de Gobierno, o incluso de Comunidad autónoma, que diga siempre
la verdad.
Y así vamos.
Da alegría empezar el día leyendo textos como éste.
ResponderEliminarMuchas gracias, Manuel. ¡Cómo sobrellevaríamos, sin Cervantes, García Márquez y gentes así, la realidad!
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