viernes, 12 de julio de 2013

IX, 9. Instantaneidad ficticia coherente o radical

Hay lectores u oyentes, como Mauricio, que no transigen del todo con el pacto del engaño. Son muy exigentes gentes con los textos instantáneamente ficticios, esos que desde el momento mismo de su escritura rehuyen el completo ajuste con las leyes de la que, por entendernos, seguiremos llamando realidad. Les solicitan adustos —sobre poco más o menos— que no sean muy radicales y, por tanto, que sus referencias resulten coherentes con las reglas dispuestas por los sacerdotes del poder jurídico y del poder científico.
O, al menos, que no pierdan la coherencia con los edictos previos de la imaginación de su correspondiente autor: «Lo único que importa, en el interior del texto, es la coherencia», afirma Urrutia, que continúa así:

Y entiendo por coherencia una trabazón peculiar entre los componentes de una obra literaria que rige la verosimilitud interna, sus relaciones de valor y uso con el exterior y la ficción de su lenguaje.

Una mujer que ascienda sobre una sábana a los cielos no será coherente en una novela del realismo o naturalismo decimonónico, pero sí en otra del realismo mágico. En Cien años de soledad (1967), Gabriel García Márquez dispone las bases para que funcionen pasajes conducidos por una lógica metafórica y poética con la que un ingeniero no hallaría la manera de sostener un avión en el aire. Ni siquiera a las cuatro de la tarde:

Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó la sábana a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.

Si nos dejase la memoria —repleta ahora de semejante instantaneidad ficticia radical, que hay quien denomina belleza—, recordaríamos otro relato. Digamos el de Periandro: «hice volar por el aire» a un caballo, que cayó sobre el hielo, a pesar de lo cual sus patas «resistiesen el golpe» (Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda [1617], II, 20). Es otra narración instantáneamente ficticia. Y como la de Remedios, la bella, contradice al sentido común, a la biología y, con el tiempo, incluso a Newton y su manzana prosaica, empeñada en caer solo hacia abajo. Narración por tanto situada en el fértil oasis de la poética inverosímil del romance —que es como se dice desde que la crítica literaria hace como que escribe en inglés— o novela fabulosa. Lo que quiso componer Cervantes con el Persiles. Autor que, por haber sufrido la desgracia de nacer antes del siglo XIX, nunca pudo ser realista. (Ni otras cosas que ahora no vienen a cuento, pero que le va atribuyendo la tribu de cervantistas postmodernos.)
Pues sucedió —y es a lo que iba— que a Mauricio, uno de los oyentes de Periandro, le dio por concordar con el mayoritario arquetipo aristotélico y realista, por lo que «duro se le hizo […] el terrible salto del caballo tan sin lisión». ¡Cómo va a salir sin lesiones ese caballo volador y saltarín, hombre! Luego pasa lo que pasa: se empieza por no admitir un relato fantástico, se sigue pidiendo a cualquiera que vaya por la calle que no mienta, y se termina por exigir a un presidente de Gobierno, o incluso de Comunidad autónoma, que diga siempre la verdad.
Y así vamos.

2 comentarios:

  1. Da alegría empezar el día leyendo textos como éste.

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    1. Muchas gracias, Manuel. ¡Cómo sobrellevaríamos, sin Cervantes, García Márquez y gentes así, la realidad!

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