domingo, 1 de septiembre de 2013

III, 39. Otra «nibola», 7. La Vuelta a España

Todo estaba conectado, tenía escrito Francesillo en su Libro de los cascabeles. Cansinas e inexorables se meneaban las placas tectónicas. Con fuego mineral de volcanes iban alumbrando un paisaje acá, otro acullá. En cada paisaje se asentaba luego una fichita del Risk universal: cierta tribu. Que enseguida asociaba su paisajillo de cortos vuelos con un hecho diferencial. La cosa aquella del sentimiento. Dado que estaba por descubrir uno sostenible con independencia del estómago, ese garante de las fichitas del tablero, no quedaba sino prender fogones: la gastronomía propia, considerada en sí misma un derecho de fundamento histórico arraigado in illo tempore, miles de lunas antes. Así que a los fogones se les encomendaba la misión de alcanzar la ebullición, o sublimación, del susodicho sentimiento. Et voilà: se cocía un nacionalismo. Sí, todo iba cocido, o cosido con los sutiles hilos del efecto mariposa: las placas tectónicas, manantial ideológico de las gastronomías patrias o nacionalismos. Un regalo envenenado o cateto del núcleo ardiente de la Madre Tierra.
También en la zona ibérica del Risk empezaba el guirigay del paco-esperpento por la geografía, ese caprichito de las placas, que no sabían estarse quietas parás, que decimos en los Carabancheles. Lógica consecuencia resultaba que el hispanista que aspirara a entender algo, debiese entrenar duro en los recorridos romances del Tour y el Giro. Ya afrontaría después, con inciertas garantías de éxito, la Vuelta a España. Itinerario, si no laberinto, que exigía subir montes y despeñarse por ellos, adormilarse recorriendo luengas llanuras mesetarias, costear costas, aislarse en islas, vadear ríos y gritar en lindos valles verdes, por ver de que el eco, económico y ecosistémico, hiciera su poquitín de caso. Un auténtico rompepiernas de espantosa trabajera esto de la Vuelta. Se explicaba que los cronistas guais de España precisaran doparse con el sabio polvillo que los siglos seguían atesorando en los legajos de los archivos parroquiales.
No menos se entendía que, para gestionar aquel desmadre volcánico con liderazgo fetén y gobernanza de la buena, los sucesivos inquilinos interinos del Palacio de la Moncloa fueran aficionados a practicar deportes de riesgo: mens sana in corpore sano. (O asinus, apostillaba en nota a pie de página, y con la mala leche habitual de los bufones, Francesillo de Zúñiga.) Había que estar en forma.
Por eso, Ansar o Aznar había abolido la mariconada aquella de jibarizar arbolillos, que con tanto mimo oriental había practicado Felipe el Hermoso, su antecesor. Machito alfa, Aznar o Ansar, según parlara catalán en la intimidad o texano en las ruedas de prensa, se había tatuado un tic suyo, sucedáneo de sonrisa, en los abdominales: una chocolatina muscular labrada a base de mucha constancia ascética, partidillos salvajes de pádel y ejercicio gimnástico entre horas. En el patio de Moncloa, que nostálgico alucinado creía el de su cole, ZP se hizo instalar después una cancha de basket —que él todo lo pensaba en inglés—, para saltar y saltar. De vez en cuando se lesionaba, pero con tanto talante que una noche gótica, tras espectacular mate, rebotó hasta allá arriba, donde venga de contar nubes el hombre, y luego hasta el Empíreo del Consejo de Estado: incansable permaneció allí, votando, botando o botarando. En este progreso ilimitado, o sabia selección de la especie gubernativa, Mariano resultó el más dotado para liderar. Fue por su afición al ciclismo, deporte idóneo en lo que atañere a la geografía patria. Mariano lo practicaba tumbado, en largas tardes de asueto y concienzuda lectura del Marca, cuyas crónicas subrayaba con benedictina paciencia de opositor a Registros.
«Los que por la corte monclovita andan, son pocos y pobres de ánimo, y traen los gaznates secos de codicia», manuscribía diligente Francesillo de Zúñiga, que enumeraba a los asesores áulicos: «Carazo, zancajo de cecinada, y el regidor de Segovia, gusano de seda muerto, y Soria, el secretario, que parece buey aguado». Uno de tales consejeros, empollón que por haberse graduado en Historia contrajo manía de pasarse las horas muertas en la Biblioteca del Senado, prestigiosa institución de personas muy leídas, despertó de su prolongada siesta al Presidente registrador. Le traía buenas nuevas:
— ¡Se acaban de cumplir cincuenta años del I have a dream, del doctor King!
Al Presidente se le figuró un lío aquella jerigonza bárbara del consejero, con tales kines, drimes y diretes. Sus ojos proyectaron, más allá de lo que era habitual, el asombro: «¿Cómo, mire usté?».
— Tengo un sueño —le versionó el trujimán de guardia.
— Pues yo no tengo uno, sino mucho —bostezó el Presidente.
— Del magín he sacado que, aprovechando la oportuna conmemoración, convendría hilvanar discurso sublime, a largar en el inicio del nuevo curso político, donde se labrara una frase épica con que Su Presidencia pasara a los anales —sugirió presto el asesor.
Yes we can o Ich bin ein Berliner o I like Ike, los palabros aquellos emanados de las voces celestes y selectas del Imperio Demoaristocrático, le fueron propuestos como modelos dignos de imitación. A los anales derecho, Rajoy se desemperezó en prometedor amanecer: «Pero si yo ya tengo, mire usté, sintagma para la posteridad, consulte el Twitter ese: Fin de la cita. Y si lo que quieren es internacionaleches d’esas, que me lo pasen al inglés: Fin de la city», repentizó. Dio en pensar el asesor que Rajoy corría el peligro de que su frase acabara adjudicada a Nerón.
Pero es que, mientras se gestaba el Gobierno de Coalición Partitocrática, no había más cera que la que ardía.


4 comentarios:

  1. Es buenísimo. Genial, certero y muy divertido "kines, drimes y diretes"..., y todo.

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    1. Muchas gracias. Ayudan los personajes tan ficticios de esta historia.

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  2. Oh, I have a nightmare... Y una teoría: si ojeamos los anales con sus documentos fotográficos, hallaremos a más de uno sosteniendo un lagarto detrás de la oreja de cada político del equipo contrario (esto me lo ha sugerido Atxaga). Viva el arte de conducir bicicletas en el verano, dejando que la inercia de la vuelta amodorre al espectador de tal manera que ya solo pueda fijarse en el punto ciego; vivan las autonomías (no las -tuyas ni las -suyas) y sus placas tectónicas, que hacen que la tierra se menee sin que tengamos que hacer "na de na" y, sobre todo, viva el deporte rey: el juego de palabras. Adopto la frase "fin de la city". Es bárbara...

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    1. Lectura atenta (en los dos sentidos de la palabra) la tuya. Agradecido quedo.

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