miércoles, 16 de octubre de 2013

IX, 15. De la obligación de dudar

Entre los principios tan seguros como esclerotizados del catecismo decimonónico del padre Ripalda periodístico sigue figurando, y repitiéndose, aquel de que los hechos son sagrados y las opiniones son libres. A pesar de su mezcla sacroprofana (o quizá por eso), el axioma desprende un tufillo clerical que echa para atrás. Y se funda en dos arcaicos espejismos: que los hechos —que el catecismo suele confundir con las noticias— resultan entes uniformes, monolíticos y monológicos, susceptibles de ser narrados linealmente y como verdad de la buena, con estructura piramidal invertida, escalera de cinco o seis W y todo; y que una opinión no está sujeta a los dictámenes de la línea editorial, a su vez trazada por la secta política de que derive, y por los anunciantes y subvencionadores. Que pagan. Demasiada complejidad como para que el catecismo periodístico —surgido en el XIX, como casi todo nuestro veraz y voraz mundo del siglo XXI— no haya entrado en crisis. Pero que en barrena.
Con su aluvión de casos de presunciones, arrebatacapas, insidias, asaltos a la ley y sospechas, todas las caras de la España actual (catalana, andaluza, madrileña, valenciana…, así hasta diecisiete, tan escasamente diferenciales o diferenciables entre sí) brindan excelentes laboratorios donde analizar los procesos químicos en que se elabora la verdad y la mentira. El asunto no resulta estrictamente mediático o periodístico. Ni siquiera —con perdón— filosófico. También lo es, al menos, judicial, político, socio-económico, literario y virtual. Lado este último que recién se añadió a la poliédrica verdad (o mentira): con esas prisas que imprimen las redes sociales al envalentonado desahogo o insulto anónimo.
Una de las cosillas que relata Cervantes en El casamiento engañoso (1613) puede ponerse por el orden de las dichosas W, esa consecuencia anglosajona de las Q de la oratoria latina (quis, quid, quando, quemadmodum, ubi, cur): dos perros dialogan durante una noche entera, en el hospital de la Resurrección de Valladolid, por disponer de la capacidad de hablar. De reportero actúa un alférez Campuzano; junto a él, un licenciado Peralta escucha perplejo la noticia. Tras la escena late un problema que intrigó a Cervantes: las muy complejas relaciones entre verdad, mentira y verosimilitud. O entre verdad, conveniencia y duda.
Relaciones aún más difíciles de discernir cuando con Campuzano no estamos ante un narrador mendaz, como el bachiller Sansón Carrasco, sino ante un narrador infidente: el que «no miente ni engaña intencionadamente, pero su crédito nace agotado desde el comienzo y, por ello, el auditorio es quien debe decidir si cree o no aquello que relata» (Adrián J. Sáez, «Acerca del narrador infidente cervantino: El casamiento engañoso y El coloquio de los perros», Anuario de Estudios Cervantinos, 7 [2011], p. 193).
¿El presidente del Gobierno y los presidentes regionales son narradores veraces, mendaces o infidentes cuando largan y no paran de la corrupción, la soberanía, los ajustes, la justicia, la sanidad y la educación? ¿Y los contertulios de todos los pelajes? Ítem más: ¿los perros pueden hablar? Cuestiones estas que Cervantes y sus contemporáneos ofrecían a la reflexión, y que nosotros solemos resolver con una encuesta a fin de mes.
Lo iremos viendo, que ahora se me echa la noche encima.


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