Entre
los principios tan seguros como esclerotizados del catecismo decimonónico del
padre Ripalda periodístico sigue figurando, y repitiéndose, aquel de que los
hechos son sagrados y las opiniones son libres. A pesar de su mezcla
sacroprofana (o quizá por eso), el axioma desprende un tufillo clerical que
echa para atrás. Y se funda en dos arcaicos espejismos: que los hechos —que el
catecismo suele confundir con las noticias— resultan entes uniformes,
monolíticos y monológicos, susceptibles de ser narrados linealmente y como
verdad de la buena, con estructura piramidal invertida,
escalera de cinco o seis W y
todo; y que una opinión no está sujeta a los dictámenes de la línea editorial,
a su vez trazada por la secta política de que derive, y por los anunciantes y
subvencionadores. Que pagan. Demasiada complejidad como para que el catecismo
periodístico —surgido en el XIX, como casi todo nuestro veraz y voraz mundo del
siglo XXI— no haya entrado en crisis. Pero que en barrena.
Con su aluvión de casos de presunciones, arrebatacapas,
insidias, asaltos a la ley y sospechas, todas las caras de la España actual (catalana,
andaluza, madrileña, valenciana…, así hasta diecisiete, tan escasamente diferenciales
o diferenciables entre sí) brindan excelentes laboratorios donde analizar los
procesos químicos en que se elabora la verdad y la mentira. El asunto no
resulta estrictamente mediático o periodístico. Ni siquiera —con perdón— filosófico.
También lo es, al menos, judicial, político, socio-económico, literario y
virtual. Lado este último que recién se añadió a la poliédrica verdad (o
mentira): con esas prisas que imprimen las redes sociales al envalentonado desahogo
o insulto anónimo.
Una de las cosillas que relata Cervantes en El casamiento
engañoso (1613) puede ponerse por el orden de las dichosas W, esa
consecuencia anglosajona de las Q de la oratoria latina (quis, quid, quando, quemadmodum, ubi, cur): dos perros dialogan durante una
noche entera, en el hospital de la Resurrección de Valladolid, por disponer de
la capacidad de hablar. De reportero actúa un alférez Campuzano; junto a él, un
licenciado Peralta escucha perplejo la noticia. Tras la escena late un problema
que intrigó a Cervantes: las muy complejas relaciones entre verdad, mentira y
verosimilitud. O entre verdad,
conveniencia y duda.
Relaciones aún más difíciles de discernir cuando con
Campuzano no estamos ante un narrador mendaz,
como el bachiller Sansón Carrasco, sino ante un narrador infidente: el que «no miente ni engaña intencionadamente,
pero su crédito nace agotado desde el comienzo y, por ello, el auditorio es
quien debe decidir si cree o no aquello que relata» (Adrián
J. Sáez, «Acerca
del narrador infidente cervantino: El
casamiento engañoso y El coloquio de
los perros», Anuario de Estudios
Cervantinos, 7 [2011], p. 193).
¿El presidente del Gobierno y los presidentes regionales
son narradores veraces, mendaces o infidentes cuando largan y no paran de la
corrupción, la soberanía, los ajustes, la justicia, la sanidad y la educación? ¿Y
los contertulios de todos los pelajes? Ítem más: ¿los perros pueden hablar? Cuestiones
estas que Cervantes y sus contemporáneos ofrecían a la reflexión, y que nosotros
solemos resolver con una encuesta a fin de mes.
Lo iremos viendo, que ahora se me echa la noche encima.
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