miércoles, 14 de mayo de 2014

III, 49. Sobre órdenes y excesos

La hipótesis —o conjetura— de que la covada fuera un cuento verosímil, o con fundamento, se sostiene en un equilibrio bien inestable. Como cualquier conjetura —o hipótesis—. Ya digo que el hecho de que haya venido dando su juego literario pudiera apoyarla. Quizá no. El caso es que, enraizados en la añosa y resistente contienda de los sexos —o intergenérica, según suspirarían hoy los más requetefinos, mientras ondean y ondulan el dedo meñique al apurar blanca tacita de eufemismos a la menta—, el esqueleto del relato covadesco ha dado para otros usos. Qué sé yo: el humorístico.
Abramos a ver la Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache (1602), de Mateo Luján de Sayavedra. Más en concreto, por el capítulo 8 del Libro III, donde el narrador, tratando de farsas y comedias, te advierte de que «no dejaré de decirte un dicho que me provocó a risa cuando me lo contaron». En la época solía llamarse apólogo a tal tipo de microrrelato chistoso:

Un buen hombre, cuya mujer mandaba a más de a medias en casa, estando unos médicos en conversación, excusó una disputa sobre por qué causa Naturaleza criaba leche en los pechos de algunos hombres: porque habiendo respondido uno dellos que la Naturaleza no hacía cosa en balde, y que sin duda criaba leche en los pechos de los hombres para algún fin y a su parecer era para que el hombre a una necesidad pudiera sustentar los hijos con su leche, oyéndole nuestro buen hombre, dijo desta manera: «Señores, por amor de Dios os ruego habléis paso, que si las mujeres alcanzan a saber esto, nos harán criar nuestros hijos siempre, y alguna vez los ajenos.»

Se ve que ha resultado preciso ir aclarando, cada cierto tiempo, los orígenes borrosos del cosmos y la humanidad (que quizá vayan a ser una misma cosa), a base de los mitos que sea menester acatar según la hora, desde la semanita completa y pautada del Génesis hasta el minutísimo petardazo del Big Bang. Necesidad semejante parece tener la especie —la nuestra, no se me distraigan— de poner en limpio los hechos protagonizados o soñados por ella. En todo caso, especie historiadora hemos salido. Y por tanto bastante organizada: el colectivo protagoniza y sueña mucho, de manera que sus hazañas hay que narrarlas por partes, que así al completo como que es más difícil de manejar un cotarro con tantos personajes que no están muy seguros de cuándo sueñan, cuándo ven, cuándo creen, cuándo actúan, cuándo creen que sueñan o creen que actúan, y ni siquiera si lo hacen todos a una, tal que —por manejar etiquetas o entelequias con que nos malinterpretamos— tribu, pueblo, nación, corporación o peña, o cada quién por su cuenta y riesgo. O incluso por su cuento.
Pero que relatar hay que relatar, eso sí: corroborado. Por ver de ordenar, con su aquel de afán verosímil o, según se pronuncia aún, realista: que eso en cierto modo esperan los chamanes que garantice el no retorno a un pasado borrascoso, vago, informe, en que todo era caos —se supone por conjetura verosímil— y ningún elemento de la tabla periódica conocía su ordenación. Hacer de la leyenda, del mito, de la fantasía, algo posible o verosímil como que ayuda a conquistar el cosmos, el orden, la tranquilidad. La tablita esa con las celdillas bien numeradas. Colocadas.
Sucede, claro, que la poesía y la imaginación emergen un minuto aquí, un rato allá. Otros autores antiguos o de fiar se descolgaron describiendo aquellas preciosas yeguas lusitanas fecundadas por el viento. La ciencia, que adelanta que es una barbaridad, asegura hoy que las fuentes clásicas explicaban así no sé qué infección debida a una proteobacteria —más magia nominal—, pero lo cierto es que el motivo fecundó a su vez otros muchos testimonios. Los coleccionó, en tiempos en que la Filología, con mayúscula de altura, contaba con cuidadosos y minuciosos cultivadores, Daniel Devoto en «Pisó yerba enconada», espléndido ensayo reunido en un libro excepcional, Textos y contextos (1974). Como es lógico, no se encuentra allí el fragmento de una novela de otro Luján, Néstor, publicada en 1987 y más bien flojita: tratando de las caballerizas del conde de Villamediana, el pasaje alaba a sus équidos cordobeses, «cuyas yeguas, al decir de muchos, fecundaba el viento» (Decidnos, ¿quién mató al conde?, I, 2). Vive Zeus si Aristóteles, teorizador de la verosimilitud, levantara su egregia cabeza. Se rendiría de nuevo ante la poesía, que surge poderosa, como sinfonía de conchas y caracolas y corales y coronas de espuma, en medio del océano turbulento de la vida… Y no naufraga.
Por sobre la Historia, las historias.


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