La
hipótesis —o conjetura— de que la covada fuera un cuento verosímil, o con
fundamento, se sostiene en un equilibrio bien inestable. Como cualquier
conjetura —o hipótesis—. Ya
digo que el hecho de que haya venido dando su juego literario pudiera apoyarla.
Quizá no. El caso es que, enraizados en la añosa y resistente contienda de los
sexos —o intergenérica, según suspirarían
hoy los más requetefinos, mientras ondean y ondulan el dedo meñique al apurar blanca
tacita de eufemismos a la menta—, el esqueleto del relato covadesco ha dado
para otros usos. Qué sé yo: el humorístico.
Abramos
a ver la Segunda
parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache (1602), de Mateo
Luján de Sayavedra. Más en concreto, por el capítulo 8 del Libro III, donde
el narrador, tratando de farsas y comedias, te advierte de que «no dejaré de
decirte un dicho que me provocó a risa cuando me lo contaron». En la época
solía llamarse apólogo a tal tipo de microrrelato
chistoso:
Un buen hombre,
cuya mujer mandaba a más de a medias en casa, estando unos médicos en
conversación, excusó una disputa sobre por qué causa Naturaleza criaba leche en
los pechos de algunos hombres: porque habiendo respondido uno dellos que la
Naturaleza no hacía cosa en balde, y que sin duda criaba leche en los pechos de
los hombres para algún fin y a su parecer era para que el hombre a una
necesidad pudiera sustentar los hijos con su leche, oyéndole nuestro buen
hombre, dijo desta manera: «Señores, por amor de Dios os ruego habléis paso,
que si las mujeres alcanzan a saber esto, nos harán criar nuestros hijos siempre,
y alguna vez los ajenos.»
Se
ve que ha resultado preciso ir aclarando, cada cierto tiempo, los orígenes
borrosos del cosmos y la humanidad (que quizá vayan a ser una misma cosa), a
base de los mitos que sea menester acatar según la hora, desde la semanita
completa y pautada del Génesis hasta
el minutísimo petardazo del Big Bang. Necesidad
semejante parece tener la especie —la nuestra, no se me distraigan— de poner en
limpio los hechos protagonizados o soñados por ella. En todo caso, especie
historiadora hemos salido. Y por tanto bastante organizada: el colectivo
protagoniza y sueña mucho, de manera que sus hazañas hay que narrarlas por
partes, que así al completo como que es más difícil de manejar un cotarro con
tantos personajes que no están muy seguros de cuándo sueñan, cuándo ven, cuándo
creen, cuándo actúan, cuándo creen que sueñan o creen que actúan, y ni siquiera
si lo hacen todos a una, tal que —por manejar etiquetas o entelequias con que
nos malinterpretamos— tribu, pueblo, nación, corporación o peña, o cada quién
por su cuenta y riesgo. O incluso por su cuento.
Pero
que relatar hay que relatar, eso sí: corroborado. Por ver de ordenar, con su
aquel de afán verosímil o, según se pronuncia aún, realista: que eso en cierto modo esperan los chamanes que garantice
el no retorno a un pasado borrascoso, vago, informe, en que todo era caos —se
supone por conjetura verosímil— y ningún elemento de la tabla periódica conocía
su ordenación. Hacer de la leyenda, del mito, de la fantasía, algo posible o verosímil
como que ayuda a conquistar el cosmos, el orden, la tranquilidad. La tablita esa
con las celdillas bien numeradas. Colocadas.
Sucede,
claro, que la poesía y la imaginación emergen un minuto aquí, un rato allá. Otros
autores antiguos o de fiar se descolgaron describiendo aquellas preciosas
yeguas lusitanas fecundadas por el viento. La ciencia,
que adelanta que es una barbaridad, asegura hoy que las fuentes clásicas explicaban
así no sé qué infección debida a una proteobacteria —más magia nominal—, pero
lo cierto es que el motivo fecundó a su vez otros muchos testimonios. Los coleccionó,
en tiempos en que la Filología, con mayúscula de altura, contaba con cuidadosos
y minuciosos cultivadores, Daniel Devoto en «Pisó yerba enconada», espléndido
ensayo reunido en un libro excepcional, Textos
y contextos (1974). Como es lógico, no se encuentra allí el fragmento de una
novela de otro Luján, Néstor, publicada en 1987 y más bien flojita: tratando de las
caballerizas del conde de Villamediana, el pasaje alaba a sus équidos cordobeses,
«cuyas yeguas, al decir de muchos, fecundaba el viento» (Decidnos, ¿quién mató al conde?, I, 2). Vive Zeus si Aristóteles,
teorizador de la verosimilitud, levantara su egregia cabeza. Se rendiría de
nuevo ante la poesía, que surge poderosa, como sinfonía de conchas y caracolas
y corales y coronas de espuma, en medio del océano turbulento de la vida… Y no
naufraga.
Por
sobre la Historia, las historias.
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