El
tamagochi del blog exige que lo alimente, que ya son días. Sucede que los
nochinoviembres no me han inspirado nunca. Así que este bloguero, que va algo
liado —por si fueran poco el viento frío y las noches con prórroga— en madejas
de encrucijadas de eso que antes se conocía, en el coloquio digo, como vida
real y resultaba ser, hablando técnicamente, flujo espaciotemporal que se
escapa del cedazo de las redes sociales, sigue varado en su yo de ex poeta: los versos nos salvan
(parcialmente, por supuesto) de tantas perplejidades y ansiedades, no menos que
del exceso de importancia y compostura. Que acabo de acordarme, quiero decir,
de esta «Senda de espuma». Ustedes perdonen.
Los hombres que
cruzaron
una senda de
espuma
durante larga y
lenta noche,
los navíos fatales
y feroces,
los mástiles
señalando
el duro y denso
destino,
las tensas velas,
serenas,
los hombres que
cruzaban
la senda de espuma
cabalgando sobre
las olas,
la noche iluminada
por el feliz
futuro,
las ondas
susurrantes
acariciando el
casco,
los cascos, los
yermos yelmos,
las espadas
seguras,
el armígero son de Marte,
los hombres frente
al mar,
entre la espuma
azul
del incierto
camino,
epopeya hacia la
paz,
lírica libre de la
luna,
los poetas, los
escudos y lanzas,
los hombres
augurando
su llegada, la
llegada
del paraíso
apacible y posible,
del día en que sus
corazas
se tornaran
altares,
el camino de
espuma,
las naves
enfiladas,
el filo del puñal
suave,
las filas de los
guerreros
que cruzaban la
senda,
el mar de blancas
crines,
la pluma
absorbiendo
la sangre de los
siglos,
la espada y la
espera,
los hombres en
camino
sobre la senda de
espuma,
la noche, los
sueños, la noche,
el alba añorada,
soñada,
señera de las
tropas,
señora del océano
rebelde,
el alba que no
viene,
que no vino ni
vendría,
la senda de espuma
hacia la eternidad
recóndita,
recorrida
sin descanso de
timones,
el temor, la
retina
extenuada, los
hombres,
la espera
desvanecida,
desvencijada, la espuma.
Los hombres que
cruzaron
una senda de
espuma.
La
vida en verso nos procura —un segundo— alguno de esos descansaderos líricos que Dámaso Alonso halló entre las cuadernas
del bueno de Juan Ruiz, mi señor arcipreste, que tanto amó: el descansadero del tráfago y el
tener la cabeza en otro sitio.
Y
cuando menos, me resuelve un post.
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