miércoles, 3 de diciembre de 2014

III, 52. El pequeño pez Nicolao

La Silva de varia lección (Sevilla, 1540), de Pedro Mexía, es libro que debiera, o a lo menos pudiera, seguir siendo de cabecera, como lo fue para Cervantes y —en sus cien ediciones y traducciones de los siglos XVI y XVII— para toda Europa. Tomazo de referencia para quienes apetezcan, con mente libre y abierta, disfrutar de los manjares de la memoria servidos bajo la especie de innumerables noticias, relatos, saberes y demás aventuras intelectuales. A manera de enciclopedia espléndidamente ordenada en apariencia. Un gimnasio para la inteligencia, la curiosidad y el pasmo.
Al capítulo XXIII de la Primera parte de la Silva lo encabeza el siguiente título: «Del admirable nadar de un hombre, de do parece que tuvo origen la fábula, que el pueblo cuenta, del pez Nicolao. Tráense otras algunas historias de grandes nadadores, y cómo solía, en tiempo antiguo, ser estimada esta habilidad». Les invito a que lo revisemos juntos (en la edición de Antonio Castro, Madrid, Cátedra, 1989, I, pp. 369-373, cuyo texto voy a modernizar), y además en compañía de aquel lector empedernido que fue Cervantes, quien se hizo eco de este asunto en el Quijote, al tratar de la ciencia de la caballería andante; una ciencia que requiere conocer y dominar mil habilidades, tal la de «saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao» (II, 18). Y luego ya, si eso, comparan con nuestra pobrísima actualidad —pálido eco de historias pasadas maravillosas— y sus personajillos de quince minutos de fama, plató y dos telediarios de chascarrillos.
Comienza Mexía mencionando el consejo de que no conviene relatar «las cosas de admiración, porque, por la mayor parte, se duda de la verdad de ellas», a no ser que haya autorizados testigos de lo aseverado. Y enseguida se contempla a sí mismo, «desde que me sé acordar», oyendo «a viejas» repentizar historias «de un pez Nicolás, que era hombre y andaba en la mar». Cuentecillos que ahora se muestra dispuesto a creer, por cuanto fueron publicados por un par de sabios en sendos y sesudos libros. Que es que en cuanto sacan a un tipo largando en la tele —ese libraco electrónico y descerebrado— y, desenvuelto, enseñando cronística de guasaps a tutiplén, el tipo susodicho empieza a llevar toda la razón y a llevarse los corazones de los fieles creyentes.
El caso fue que, en Sicilia —lugarcillo que cobraría siglos después su aquel de relumbrón por asuntos más o menos de silenciar—, hubo un sujeto a quien «llamaban todos el pez Colán», pues que «desde muy niño» le dio por estar todo el santo día y la noche santa nadando en el mar / la mar. Que mejor nadar que no hacer nada. Tanta afición cogió a este ejercicio, que practicaría sin guardar la ropa, que estando lejos del agua «sentía tanta pasión y pena, que no pensaba poder vivir». A este pequeño Nicolao, Colán o Nicolás le ocurrió lo que a todos los demás circundantes, por muy escasamente espabilados que fueran: que le fue pasando el tiempo por encima y cumplió algún añito. Y Nicolás, pez-hombre a quien se le puso cara de sireno, se convirtió en tan habilidoso nadador, que no había tormenta marina que no salvara, ni distancia acuática que no cubriera. Y completó magnífico álbum de relaciones sociales. Dicen, en efecto, que se hizo muy amiguito de todos los que, acometiendo los peligros de la navegación, surcaban la traicionera mar en yates o en naves: «y él llamaba a los que iban en ellas y ellos lo acogían dentro», le preguntaban por sus acuosas andanzas y «le daban a comer y beber, y holgaba con ellos», echando sus ratos y coleccionando tarjetas de visita y selfies que milagro es que no se le empaparan.
Nadando nadando, topó en su día con el Rey. No era éste otro que Alfonso V de Nápoles, el Magnánimo. Quien, aficionado que fuera a los jueguecillos, mandó echar una copa de oro al mar, para que se la quedara el que la sacase. Lo que no se diera por una copa o por un oro: ahí tienen a Nicolás, el muy pez, participando con otros osados regatistas de sí mismos en el envite y en consecuencia echándose «a lo hondo del agua». Sin salvavidas. Sucedió lo que tarde o temprano suele o al menos puede suceder en estos casos: que el avezado sirenito «nunca más salió» de las aguas —la Silva no dice aquí si turbulentas—, «ni se supo más de él». Es de pensar, apostilla Mexía, que quedara atrapado en alguna gruta submarina. Apropiado enclave para gestas de cero cero sietes y rambos.
Sea como sea —expresión que hay que colocar sí o sí cuando se viene parrafando del mar o de los pijos— resulta de constatar que, si por ventura se mentaran aún y oyeren «consejas» de viejas sobre el pequeño peje Nicolao, los tales relatos derivarán, con harta probabilidad, de lo que doctos y sabios dejaron por escrito en versiones sin cuento, para sorpresa y aviso de quienes estén peces, hace ya su tiempo.
Remoto y repetido.


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