martes, 21 de abril de 2015

XI, 7. El final de la cuenta atrás (2)



5 (1934-1852)

Digno de indagación le parecía a Lerma que la General estoria de Alfonso X o la Vida de Teresa de Jesús se leyeran dentro del canon literario, mientras que textos análogos, así El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), de Karl Marx, figuraran como filosóficos o historiográficos. En sus Espejismos (1934), el sutil ensayista Zacarías Lerma analizaba la función en esa obra del narrador omnisciente, y a ratos periodístico, que encaja con éxito el relato sobre la contienda francesa de mediados del XIX en su tesis preconcebida. Obediente a la legislatura dialéctica hegeliana, El Dieciocho Brumario probaba —al margen de la acumulación de nombres, estratagemas y sucesos— la validez de esas mismas leyes, que inscribían las derrotas de hoy como victorias del mañana. La filosofía y la historia eran, definitivamente, géneros literarios persuasivos.
A Marconi le habían resultado muy útiles las reflexiones de Espejismos. Lerma sostenía que El Dieciocho Brumario era una estupenda creación de intrigas sobre las fluctuantes líneas del tiempo. Ya en su apertura figuraba una de las consignas marxistas más felices, y por tanto repetidas: «Hegel dice en alguna parte», sostiene Marx, despreciando la cita exacta para preparar la bruma de las conclusiones épicas de su obra, «que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa». Marx postula, pues, un precursor para su escritura, le asigna una frase más o menos —«como si dijéramos»— fatalmente pronunciada, corrige a su maestro y se encamina, por sendero que se bifurca entre la sublime tragedia y la ínfima farsa, hacia el horizonte previsto por la Poética aristotélica.
Al definir la parodia como el modo en que los personajes son imitados «peores de lo que nosotros somos», Aristóteles había sentenciado al género como menor. Tarea de los exégetas fue luego la de marginarlo tras las rejas —o paréntesis humorísticos— del carnaval. Sin embargo, el sino de la parodia no tiene por qué ser la chanza: «Un texto cómico puede ser parodiado. En tal caso, su parodia habrá de dar en lo grave», razona Marconi (Floritemas, Primera parte, cap. IX), con las miras quizá puestas en la Vida de don Quijote y Sancho (1905) de Unamuno.
Contrario a la monarquía y a la república burguesa, Marx imagina —según la hipótesis desarrollada en Espejismos— la Constitución liberal francesa como una trampa. Una trampa del tiempo: como programa, la Constitución predice su mañana y, por tanto, su propia transformación, pues «se remite constantemente a futuras leyes orgánicas, que han de […] regular el disfrute de estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí, ni con la seguridad pública». «En lo sucesivo», por tanto, no les faltará razón ni a «los amigos del orden al anular todas esas libertades», ni a «los demócratas, al reivindicarlas todas», cuando, «con pleno derecho», se amparen bajo la Constitución. La síntesis del choque de partidos y de temporalidades se resuelve, según esta lectura de Lerma, en un futuro inmune a los cambios. El contento del consenso: una paradoja cronológica.
Interesado no tanto por esta repetitiva historia política como por sus variaciones literarias, a Marconi se le antojaba que Marx, anticipándose a Menard, contemporáneo de Lerma, recapacita en El Dieciocho Brumario no sobre este jalonar humano por tesis, antítesis y síntesis, sino sobre sus caprichosos raíles temporales. Un aprovechar la ventaja de que el metafísico no debe dar cuentas a nadie de este mundo:

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio […], sino bajo aquellas circunstancias […] que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan dedicarse precisamente a transformar las cosas […], en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795.

Tal reflexión historicista sobre la parodia incorpora, pues, el eterno retorno o «resurrección de los muertos», que proyecta en los procesos revolucionarios un afán no de «parodiar las antiguas», sino de «glorificar las nuevas luchas». El objetivo, meramente épico o literario: «exagerar en la fantasía la misión trazada». Sin embargo, frente a esta dialéctica entre los viejos idiomas de la parodia y la tragedia, Marx vislumbra la superación del aristotelismo, o al menos el hallazgo de un lenguaje radicalmente desmemoriado que en consecuencia resultaría —como en nota a pie de página se comentaba en el viejo ensayo de Lerma— absurdo:

Es [el revolucionario] como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal.

Que tal lenguaje no materno sea poético es lo que acaba precisando Marx. ¿Y dónde se encuentra? Por donde paran todos los trastos nuevecitos. Sí, en el futuro: «La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir». De ahí que fascinante le pareciera a Zacarías Lerma que El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte no se estudiara aún como obra perteneciente a la ciencia ficción —tan en boga decimonónica— a la par que como reflexión ilustrada sobre la literatura.
O, más exactamente, sobre la literatura de la historia.



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