5
(1934-1852)
Digno
de indagación le parecía a Lerma que la General
estoria de Alfonso X o la Vida de
Teresa de Jesús se leyeran dentro del canon literario, mientras que textos
análogos, así El
Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), de Karl Marx, figuraran como filosóficos
o historiográficos. En sus Espejismos
(1934), el sutil ensayista Zacarías Lerma analizaba la función en esa obra del narrador
omnisciente, y a ratos periodístico, que encaja con éxito el relato sobre la
contienda francesa de mediados del XIX en su tesis preconcebida. Obediente a la
legislatura dialéctica hegeliana, El
Dieciocho Brumario probaba —al margen de la acumulación de nombres,
estratagemas y sucesos— la validez de esas mismas leyes, que inscribían las
derrotas de hoy como victorias del mañana. La filosofía y la historia eran,
definitivamente, géneros literarios persuasivos.
A
Marconi
le habían resultado muy útiles las reflexiones de Espejismos. Lerma sostenía que El
Dieciocho Brumario era una estupenda creación de intrigas sobre las fluctuantes
líneas del tiempo. Ya en su apertura figuraba una de las consignas marxistas
más felices, y por tanto repetidas: «Hegel dice en alguna parte», sostiene
Marx, despreciando la cita exacta para preparar la bruma de las conclusiones épicas
de su obra, «que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal
aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como
tragedia y la otra como farsa». Marx postula, pues, un precursor para su
escritura, le asigna una frase más o menos —«como si dijéramos»— fatalmente
pronunciada, corrige a su maestro y se encamina, por sendero que se bifurca
entre la sublime tragedia y la ínfima farsa, hacia el horizonte previsto por la
Poética aristotélica.
Al
definir la parodia como el modo en que los personajes son imitados «peores de
lo que nosotros somos», Aristóteles había sentenciado al género como menor.
Tarea de los exégetas fue luego la de marginarlo tras las rejas —o paréntesis
humorísticos— del carnaval. Sin embargo, el sino de la parodia no tiene por qué
ser la chanza: «Un texto cómico puede ser parodiado. En tal caso, su parodia
habrá de dar en lo grave», razona Marconi (Floritemas,
Primera parte, cap. IX), con las miras quizá puestas en la Vida de don Quijote y Sancho (1905) de Unamuno.
Contrario
a la monarquía y a la república burguesa, Marx imagina —según la hipótesis desarrollada
en Espejismos— la Constitución
liberal francesa como una trampa. Una trampa del tiempo: como programa, la Constitución predice su mañana
y, por tanto, su propia transformación, pues «se remite constantemente a
futuras leyes orgánicas,
que han de […] regular el disfrute de estas libertades ilimitadas, de modo que
no choquen entre sí, ni con la seguridad pública». «En lo sucesivo», por tanto,
no les faltará razón ni a «los amigos del orden al anular todas esas libertades»,
ni a «los demócratas, al reivindicarlas todas», cuando, «con pleno derecho», se
amparen bajo la Constitución. La síntesis del choque de partidos y de
temporalidades se resuelve, según esta lectura de Lerma, en un futuro inmune a
los cambios. El contento del consenso: una paradoja cronológica.
Interesado no tanto por esta repetitiva historia política
como por sus variaciones literarias, a Marconi se le antojaba que Marx, anticipándose a Menard, contemporáneo de Lerma, recapacita
en El Dieciocho Brumario no sobre
este jalonar humano por tesis, antítesis y síntesis, sino sobre sus caprichosos
raíles temporales. Un aprovechar la ventaja de que el metafísico no debe dar
cuentas a nadie de este mundo:
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su
libre arbitrio […], sino bajo aquellas circunstancias […] que existen y les han
sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas
oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan
dedicarse precisamente a transformar las cosas […], en estas épocas de crisis
revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los
espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su
ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado,
representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó
de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el
ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no
supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición
revolucionaria de 1793 a 1795.
Tal reflexión historicista sobre la parodia
incorpora, pues, el eterno retorno o «resurrección de los muertos», que
proyecta en los procesos revolucionarios un afán no de «parodiar las antiguas»,
sino de «glorificar las nuevas luchas». El objetivo, meramente épico o
literario: «exagerar en la fantasía la misión trazada». Sin embargo, frente a
esta dialéctica entre los viejos idiomas de la parodia y la tragedia, Marx vislumbra
la superación del aristotelismo, o al menos el hallazgo de un lenguaje radicalmente
desmemoriado que en consecuencia resultaría —como en nota a pie de página se comentaba en el viejo ensayo de Lerma— absurdo:
Es [el revolucionario] como el principiante que ha aprendido
un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el
espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando
se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal.
Que tal lenguaje no materno sea poético es lo que
acaba precisando Marx. ¿Y dónde se encuentra? Por donde paran todos los trastos
nuevecitos. Sí, en el futuro: «La revolución social del siglo XIX no puede
sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir». De ahí que fascinante le pareciera a
Zacarías Lerma que El Dieciocho Brumario
de Luis Bonaparte no se estudiara aún como obra perteneciente a la ciencia
ficción —tan en boga decimonónica— a la par que como reflexión ilustrada sobre
la literatura.
O, más exactamente, sobre la literatura
de la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario