4 (19 de abril de 2015)
Por caprichoso efecto feliz de las frágiles mariposas
cuyo leve aleteo termina por causar maremotos en un quinto pino de la
paradójica teoría del caos, Pablo Iglesias había publicado el texto esencial de entre los anudados en «El final de la cuenta atrás» («Por qué regalé Juego de Tronos a Felipe VI», El Mundo, 19-4-2015), un día después de iniciada
esta serie de posts que indagan en el juego de tiempos.
Iglesias se comportaba como cualquiera de
nosotros: acorde con la orientación prevista por al menos un texto. Ateniéndose a
uno de Marx, integrante ya —según la praxis derivada de sus propias palabras— de
las generaciones muertas y convertido
por tanto en otro espíritu del pasado,
Iglesias se disfraza de cortesano y entrega su
presente —en todos los sentidos— a Felipe VI. Es que, que
se sepa poco partidario de la monarquía o de la república burguesa, desde la
parodia de la Historia busca la poesía del Futuro.
Frente a la Casta,
Iglesias resulta menos brillante cuando escribe que cuando habla. Aún ningún
hobbit de guardia le redacta. Tal autenticidad, un valor literario desde que a
los románticos les dio por practicar el amor propio del yo mismo en su mismidad,
presenta al eurodiputado repantingado ante la tele: «A
quienes nos gusta la política, las series nos están alegrando mucho el final de
las largas jornadas de trabajo de estos meses». El trabajo como hobby, qué
ideal. Por no ser profesional de la política, se limita a megustearla y sigue
en lo suyo. Un teorizar de profesor: «el cine fue por mucho tiempo el género artístico que más influía en la configuración de los
imaginarios políticos», función ya típica de las series
televisivas, «historias por capítulos que nos muestran el funcionamiento del
poder, las intrigas […] o la red compleja de las relaciones en las ciudades». (El
cine y la tele: presentismo que olvida «la configuración de los imaginarios» colectivos
en el teatro, la poesía o la novela. Pero se comprende que no está
uno para leer después de tanto laborar.) De postre, la
repetición marxista de la historia como parodia, que lo mismo «si Maquiavelo
viviera hoy también habría optado por escribir guiones». No esperemos más
referencias a textos en un joven y prometedor profesor universitario. Un
proyector de vídeos: «En clase empleaba The
Wire para
hacer pensar sobre las corruptelas que se cruzan entre los distintos grupos de poder […]; y
sobre la cara be de esos manejos: los guetos, los excluidos». Quién duda que
una sala de cine vale más que cien bibliotecas.
Iglesias rememora su dación regia:
cuando supe que me encontraría en Bruselas con Felipe VI pensé en regalarle una serie. Me permití saltarme el
protocolo y le entregué las primeras temporadas de Juego de Tronos, una de mis preferidas. Estoy seguro de que también a él le apasionará seguir la trama de
este relato que no es otro que el de la confrontación entre las distintas
formas posibles de situarse respecto al poder.
Y pondera los efectos alegóricos, ejemplarizantes o así de tan ameno y
didáctico cinexín. Que el arte, señorías, lejos de ser la kantiana finalidad
sin fin, es conocimiento, como Hegel enseña. Ningún moralista ha renunciado
nunca a este descarado pragmatismo horaciano:
En Poniente, como en nuestro país, hay
un viejo mundo que se desmorona. Los intereses cruzados de las distintas familias han sumido a los
reinos en la miseria, la violencia y
la tristeza. En ese panorama, nuevos líderes, nuevos ejércitos, aparecen desde
más allá de las fronteras de lo establecido para plantear su jaque […] con
nuevos modos de relacionarse con un pueblo cansado de tantas guerras ajenas.
Temporada tras temporada seguimos este juego de tronos y no podemos evitar pensar que no es tan distinto a lo que vemos en
los informativos. Los
políticos del viejo orden se atrincheran en sus despachos como el rey Joffrey […],
juegan como Meñique con mentiras y triquiñuelas bajo la idea de que «el
conocimiento es el poder». Mientras, la khaleesi Daenerys avanza desde fuera
del mapa con el convencimiento de que la fuerza es la de la gente.
Qué guay, oyes. Este finde, incluso, nos hacemos
«un maratón de cine» a base de El
Padrino, «casi una
miniserie con sus 9 horas de metraje total». Si ya para qué la paloma
de Picasso o la de Alberti,
que se equivocó, que se equivocaba, ración al menos de palomitas.
3
(junio de 1958)
En
su aún inmadura «Propedéutica de la parodia futura» (Anales Topológicos, XXVIII, junio de 1958), Ataúlfo Marconi había rechazado
la escala estético-moral que subyace en el juicio aristotélico sobre los
personajes de la parodia como «peores de lo que nosotros somos». Ensalzado así
un lector, razonaba, su marco interpretativo será propenso a minimizar la
parodia como subproducto.
Más
acorde con los hechos le parecía ya entonces a Marconi invertir el orden (crono)lógico
impuesto por la tradición, la inercia y la desidia: el derivado (o subproducto)
de la parodia no puede ser sino el texto parodiado. Ejemplificaba su tesis con
los libros de caballerías, esos juegos de
tronos del siglo XVI, diría yo. Cervantes había escrito: «La razón de la
sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece que con
razón me quejo de vuestra fermosura» (Quijote, I, 1). Esta broma sobre la
prosa del entonces «famoso Feliciano de Silva» y su Florisel, terminó haciéndolos posibles, pues tal autor y tal texto,
irremediables integrantes de las generaciones muertas a ojos contemporáneos
—incluyendo los cinéfilos de los alumnos de Iglesias—, apenas serán leves y
enigmáticas inscripciones que conserven el texto cervantino y su anotación a
pie de página. Por eso derivó Marconi el trastrueque temporal de los libros de
caballerías: desde el XVIII hasta el difuso hoy de su memoria, y para casi
cualquier lector de Cervantes, son forzosamente posteriores al Quijote.
Que,
no cabe olvidarlo, se presentaba como historia.
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