Para José Ángel Sánchez Ibáñez,
que animó a recuperar estas literaventuras
Es un clásico: al poco de
emerger una nación naciente, habrá legión de historiadores comprometidos —esa
mezcla explosiva— que se lance a la búsqueda de un libro fundante, máxima
expresión de la literatura que influye en la vida. El coñac erudito es lo que
tiene: unas copas de más de Fundador, y a fabular. Vamos,
la «historia y otras barbaridades» a que se refería Guerra
Cunningham al tratar sobre la conformación del imaginario nacional
chileno[1]. En este caso, tal libro
es un poema épico, La Araucana
(1569-1589), de Alonso de Ercilla. Madrileño y soldado del Rey.
En forzada posición de firmes,
bailando al quieto son de música callada por lustros, los libros aguardan,
hermanados y fieles, en los anaqueles de la biblioteca. Entro en la mía
buscando las Semblanzas Literarias de la Colonia,
que vagamente recuerdo haber comprado cierta tarde, cuando estudiante, en la
Cuesta de Moyano. Los libros nos acompañan en nuestras biografías. Y nos las
van haciendo. En su primera página me reencuentro con esta literaturización debida
a Eduardo Solar Correa:
Novelesca historia la de Ercilla. Era
un hermoso paje del príncipe don Felipe, hermoso y tímido, pero arrogante, con
todas las arrogancias del alma castellana. Un día el paje de finas facciones y
ensortijados cabellos se trasmuta, de súbito, en soldado aventurero y
abandonando los muelles halagos de la Corte, se viene a Chile donde la vida es
áspera, azarosa… Tenía sólo veinticuatro años. Un lustro después regresa a su
patria. Y he aquí que la singular aventura lo ha hecho poeta, el primer poeta
épico de España.
En 1933 se admiraba Solar Correa de
que «la influencia ercillesca» sobre «nuestro ambiente ideológico», la de su «mito
araucano», no hubiera sido estudiada: «Tal vez no exista otro libro —libro
literario— que haya ejercido un tan profundo y general ascendiente en la
ideología de un pueblo». Porque lo cierto es que el «proceso de canonización» de
La Araucana —según lo llamó Castillo
Sandoval— fue temprano en la joven República chilena, cuyo primer diario oficial
se titulaba… Sí: El Araucano
(1830-1877). En él participó uno de los más extraordinarios intelectuales
hispanoamericanos, Andrés Bello, quien en 1862 hacía de La Araucana «la Eneida de
Chile» y presentaba a su patria de adopción como «único hasta ahora de los
pueblos modernos cuya fundacion ha sido inmortalizada por un poema épico», uno
de los que, a su juicio, «tiene mas de historico i positivo en cuanto a los
hechos». Para Bello, Ercilla elige como «protagonista» al indígena Caupolicán y «se
esplaya mas a su sabor» en «las concepciones […] del heroismo araucano»,
porque, frente a Virgilio, «no se propuso […] halagar el orgullo nacional de
sus compatriotas», sino exaltar, «junto con el pundonor militar i caballeresco
de su nacion, sentimientos rectos i puros que no eran ni de la milicia, ni de
la España, ni de su siglo».
Tres de guerras chilenas entre mapuches
o araucanos y españoles, primero, y entre criollos y mapuches, después, dieron
al fin, en 1883, con la victoria de la República de Chile. Llevó a cabo esta
conquista definitiva sobre los indígenas el regimiento precisamente designado
como Caupolicán. Ironía histórica o injusticia poética, vayan ustedes a saber. El caso es que Chile, según Castillo
Sandoval, «borra a la Araucanía con una conquista militar cuyos emblemas
—procedentes a todas luces del mito erciliano— hacen posible que la ocupación se represente como […] una recuperación».
El mito
erciliano es, claro, una de las posibles interpretaciones de la partitura compuesta
por Ercilla, tan preocupado por evitar que las hazañas españolas quedaran
olvidadas. Para que un poema transforme su argumento en mito —haciendo creer,
por ejemplo, que Caupolicán protagoniza La
Araucana— y comience a influir en la Historia, es preciso administrar sobre
sus lecturas dosis continuas del veneno del anacronismo. Una de las misiones
clave de cualquier nacionalismo. El criollo de Chile adoptó —y por tanto
adaptó— la epopeya de Ercilla como bandera de afirmación identitaria, y esta «apropiación
política» de La Araucana fue, en
palabras de Castillo Sandoval, «piedra angular del discurso patriótico chileno»,
cuyos criollos criaron el mito erciliano
—como Pedro de Oña en su Arauco
domado (1596)— y lo llevaron durante tres centurias hasta la «pugna
simbólica» de la República «por igualar Arauco y Chile», raíz de esta «identidad
nacional».
Domingo Faustino Sarmiento había
asentado precisamente en 1883: «La historia de Chile está calcada sobre la Araucana», de modo que «los chilenos […]
se revisten de las glorias de los araucanos» y designan a sus regimientos y bélicos
barcos con los nombres de «Lautaro, Colocolo, Tucapel, etc.», «adopciones […]
benéficas para formar el carácter guerrero de los chilenos». Estaba quizá notando
Sarmiento que este proceso fue uno de los más evidentes de literaturización de
la vida. Quién se lo hubiera asegurado a don Alonso. Soñaría Ercilla, lector en
latín de Virgilio y de Lucano, el mismo viejo sueño de los poetas épicos:
subsistir en la memoria de múltiples generaciones venideras. Él, que blandió
espada como sus héroes, iba a lograrlo.
No sabemos si sabría que la
inmortalidad seguiría consistiendo en un baño de sangre.
[1] Hago derivar este post del siglo y medio de reflexiones y
análisis que figuran en los siguientes textos: A. Bello, «La Araucana de don Alonso de Ercilla y
Zúñiga», Anales de la Universidad de
Chile, 21.1 (1862), pp. 2-10 (pp. 7 y 9-10); D. F. Sarmiento, Conflictos
y armonías de las razas en América. Tomo primero, Buenos Aires, S.
Ostwald, 1883 (p. 34); E. Solar Correa, «Alonso de Ercilla (1533-1594)», Semblanzas Literarias de la Colonia
[1933], 3ª ed., Buenos Aires-Santiago de Chile, Francisco de Aguirre, 1969, pp.
5-32 (pp. 5, 11 y 30-32); R. Castillo Sandoval, «¿“Una
misma cosa con la vuestra”? Ercilla, Pedro de Oña y la apropiación
post-colonial de la patria araucana», Revista
Iberoamericana, 170-171 (1995), pp. 231-247 (pp. 231-234 y 245), y L.
Guerra Cunningham, «De la
historia y otras barbaridades: La
Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga en el imaginario nacional de Chile»,
Anales de Literatura Chilena, 14
(2010), pp. 13-31.
Genial el artículo, Gaspar, que trata de un universal humano (llamémoslo odiosa manía, por evitar petulancias): la no distinción tendenciosa entre literatura y vida, haciendo decir a un texto lo que queramos que diga y referirse a lo que nos interese, con objeto de justificar con el aura de su excelso prestigio nuestros chabacanos tejemanejes de aquí abajo: manipulación execrable de la ambivalencia intrínseca de todo texto literario, y especialmente de la poesía. Tu artículo narra un caso particular: que el lector avisado y discreto lo relacione, a modo de ejemplo, con tantos otros casos que se han dado y que se dan.
ResponderEliminarMuchas gracias, José. La serie VI de este blog va persiguiendo casos de influencia de la literatura en la Historia. No son pocos.
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