viernes, 25 de agosto de 2017

V, 24. Horneado narratológico

Hay individuos que viven por costumbre en el futuro, mientras aguardan pacientes a que los demás lleguen. Medio siglo, a veces: al autor del Lazarillo de Tormes (1554) se le harían largas las horas esperando al Guzmán de Alfarache (1599-1604), de Mateo Alemán, para hacer juntos que arrancara la novela moderna. Sucede en todo ámbito: el 27 de julio de 1993, Javier Sotomayor sobrepasó unos inconcebibles 2,45 metros. Su prodigio no es que resista al tiempo: es que, durante cada prueba de salto de altura disputada en un estadio cualquiera del mundo, sigue adelantándose, en dos décadas ya, al instante en que otro atleta lo supere. Por su Morfología del cuento (1928), Vladimir Propp, esa mente maravillosa, pertenece a la extraña estirpe de quienes se ponen el calendario por montera.
Aquella obra escrita en ruso y traducida al inglés en 1958 fue, a partir de este último año, cabeza de playa —o libro de cabecera— para los estudiosos del relato folklórico y la teoría literaria. Treinta años habían permanecido sus páginas esperándolos. En ellas encontramos al «gato atormentado por unos niños» y hornos, muchos hornos: el lugar en que la bruja encierra al héroe, o sobre el que éste se acuesta, o donde el antagonista mete al crío que ha raptado (Propp, Morfología del cuento […], Madrid, Fundamentos, 1981, pp. 52, 53, 104 y 93). El horno como tic folklórico. Lo heredó el cuento de 1942 cuyo minino protagonista se introducía él solito en uno de leña; así asado, lo descubrió con no poco pesar su dueña.  («The Microwaved Pet» lo adujo como antecedente del gato microondeado, al que vinculó con relatos de serie B sobre niñeras que cocinaban bebés y asesinas radiaciones de microondas y camas bronceadoras.)
Propp descubrió que las «funciones de los personajes» del cuento maravilloso se reducían a 31, no todas presentes en todos los relatos. Al aplicar su análisis (pp. 37-74) al del gato microondeado, resulta ser éste menos asunto de juristas que de narratólogos. Anterior al conflicto, en la situación inicial (que Propp designa como α), había una vez una anciana —en las variantes más neutras, una señora; en la de «Stella Awards», la genérica Dorothy Johnson— que bañaba y en un horno tradicional, a baja temperatura, secaba luego a su gato (persa y premiado, en la versión de Smith; un caniche, en la menos exitosa de los Premios Stella). Todos contentos en esta «familia» estándar del folklore que presenta α. Pero no hay felicidad —o al menos estabilidad, si no fuera lo mismo— que dure cuando se trata de contar historias.
Así que entra en escena la prohibición (γ), aquí actualizada al estropearse el horno de la protagonista, lo que le impidió seguir cuidando amorosamente a su mascota. Entonces, un agresor engaña (η) a la anciana para apoderarse de sus bienes: ah, claro, diríamos, es que le regaló un microondas su yerno (en la variante de Bullard: ¿qué mejor agresor de una suegra que su hijo político?). No nos engañemos: el yerno sería un donante (D) que prepara al héroe para recibir un objeto mágico; pero las funciones del cuento maravilloso se dan siempre en un mismo orden (Morfología, pp. 34-35) y aún no hemos llegado a la cosa esta del héroe, lo que denuncia como espuria la variante de Bullard.
El agresor, en verdad, es la malvada empresa fabricante del microondas (Kenmore Inc., en la versión de Stella Awards), ávida de cargarse, con sus difusas instrucciones electrodomésticas, a las mascotas de las ancianas que no las leen. Ejerciendo la función de la complicidad (θ), la víctima se dejó engañar: como «reacciona mecánicamente a la utilización de medios mágicos» (Morfología, p. 42), minimizó al minino en el microondas, de modo que el agresor dañó con su fechoría (función A) a uno de los integrantes de la familia: le infligió daños corporales (A6) —bastante irreversibles aquí, por cierto— y provocó una carencia (a) en la protagonista. Ante la fechoría y la carencia (A + a), ésta, o sea, la señora, en el momento de transición (B), llama al héroe (función B2), que acepta ayudarla en virtud del principio de la acción contraria (C).
¿Que quién es el héroe? Hay que estar más atentos, oigan: el abogado. Vamos, que la anciana huyó (†) corriendo al bufete. (Propp marca esta función de la partida con una flecha hacia arriba que no me sale en el teclado.) Las novelas y películas de suspense judicial y compañías de abogados corruptas y abusonas, a lo John Grisham, han provocado en Occidente una picapleitofobia señalada directamente por Trueba e indirectamente por De Ángel Yagüez. Sin embargo, este cuento maravilloso —y su no menos maravillosa o fantástica fórmula estructuralista (α γ η θ A6 a B2 C †)— nos descubre, sí, que el abogado es el héroe.
Él se haría cargo de la recepción del objeto mágico (F), lo que viene siendo custodiar el microondas, que se hallaba en un lugar indicado (F2), como cuando en otro cuento «Una vieja muestra el roble bajo el cual se encuentra el barco volador» (Morfología, p. 54). De modo que el heroico abogado, en plena función de desplazamiento (G), se metió hasta la cocina de la anciana para hacerse con la prueba. Recibió entonces una marca (I), en forma de anillo o pañuelo (I2), que sin duda es como los cuentos folklóricos llaman a la provisión de fondos que abonaría la señora del gato achicharrado para que el tipo del bufete la representara ante el tribunal. No es descartable que la función I fuera «la marca del horno» demandada (en la versión de Elplural.com).
El caso (judicial) es que se conduce el relato hasta la victoria (J) del héroe, lo que llevó aparejada la derrota del agresor en la balanza (J4), por no prevenir, la muy empresa, que los gatos no son para el microondas. La reparación (K) de la fechoría inicial consistió en una feliz indemnización desembolsada por el fabricante. Todo, pues, al día. Como previó Propp desde el futuro: «los cuentos nuevos no son jamás otra cosa que combinaciones de los cuentos antiguos» (p. 129).
Ahora, a seguir transmitiendo éste por los rediles sociales.

 

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