domingo, 7 de octubre de 2012

VI, 19. Casuística bovarista

Por alguna página del capítulo V de La comedia española. 1600 / 1680 (Madrid, 1968) parafraseó Charles V. Aubrun «las acertadas palabras de George Sand»: «En el siglo XIX […] la vida se parecía con más frecuencia a una novela, de lo que una novela se parecía a la vida. Así también, en la España del siglo XVII, la vida se parecía a una tragicomedia con más frecuencia de lo que la tragicomedia se parecía a la vida».
La falsedad de la verdad de que los libros son distintos y distantes de ese ente cambiante de procesos que decimos vida, se evidencia en que de continuo la literatura influye sobre ella. Igual la realidad imita —lo supo Wilde, maestro de libertad— al arte. Por eso en la Europa decimonónica circularon escalas que medían los índices de bovarismo entre las mujeres, que por lo demás iban construyendo el feminismo cuanto más leían.
El paradigma bovarista fue establecido por una novela de Charles Flaubert: Madame Bovary (1856-1857), de amplia influencia durante lo que le quedaba al siglo XIX. Inspirándose en el personaje de Emma Bovary, el filósofo francés Gaultier diagnosticó en 1892 la enfermedad psicosomática del bovarismo: «estado de insatisfacción crónica» que una persona experimenta cuando la realidad muestra como «desproporcionadas» «sus ilusiones y aspiraciones». Y las aniquila.
Al dibujar a Emma como «un don Quijote con faldas», Ortega enlazaba bovarismo y quijotismo. Una variante suya. Siendo el bovarismo «la facultad de concebirse diferente de lo que se es», el pensador mexicano Antonio Caso acuñó —lo enseña el Diccionario de Filosofía latinoamericana— y aplicó la expresión bovarismo nacional a las «naciones que se han empeñado, a través de la historia, en negar lo que son y han sido, para afirmar lo que no son». El pueblo que padece tal enfermedad histórico-social «va por la vida con el señuelo de lo que quiere ser, y descuida la realidad que posee», en aras «de un mundo imposible» que espejea «una vana realidad de leyenda». Con Hispanoamérica y en particular México en su cabeza, Caso desarrolló ese concepto entre 1913 y 1917, expresando un liberalismo de sentido común, lo que semeja ser una redundancia.
Un tercer tipo de bovarismo resulta el más afín a la Literatura de la Historia. Nora Catelli describió la «curiosa enfermedad» bovarista atribuida a las mujeres del XIX, que consistió «en una fascinación imposible de controlar por la literatura popular, el folletín, el melodrama y toda clase de efusiones sentimentales». Emma Bovary, la «lectora enferma» de Flaubert, «reproducía» «lo que le sucedió al Quijote con las novelas de caballerías», de modo que «el bovarismo» no sería «el producto de los malos libros, sino el resultado de las malas lecturas de los buenos libros», operadas según un «mecanismo destinado a reducir todo lo abstracto al mundo cotidiano de la experiencia de los sentimientos vividos». Lo típico de una «mentalidad folletinesca», «sentimental» o «adolescente».
Otra palabra literaria, folletinesco, que ha terminado por nombrar una parcela de vida: «Propio de los relatos y los dramas llamados folletines, o de las situaciones reales comparables a las de ellos». El folletín fue un producto tan del XIX como las dos ideologías con frecuencia aliadas y opuestas desde entonces al liberalismo de raíz ilustrada: el socialismo y el nacionalismo. Que cabrá contemplar quizá a la luz de esa sentimentalidad decimonónica, adolescente y folletinesca, contra la que reaccionó, en La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo (1920), Lenin, el tipo aquel que sustituyó los cheques por las checas. La notable diferencia entre el marxismo, solo realizado a base de disciplina leninista de cuartel, y el socialismo, fue percibida por la intuición de Felipe González en 1979: «Hay que ser socialistas antes que marxistas». Parece seguro que la consigna de este profundo pensador derivaba —como las posteriores lágrimas socialdemócratas y zapateriles coleccionadas por Santiago González, uno de tantos ex comunistas— de ese bovarismo.
El término, tan esclarecedor, sigue sin figurar en el Diccionario de la Academia[1].

[1] La curiosidad sobre estos asuntos lo mismo anima a echar un vistazo a «El “Bovarysmo” en la novela decimonónica», CIF, 26 (2000), de J. Pardo Pastor; «El liberalismo de Antonio Caso», Sociológica, 43 (2000), de J. Hernández Prado, y «Buenos libros, malas lectoras: la enfermedad moral de las mujeres en las novelas del siglo XIX», La Lectora, 1 (1995), de N. Catelli.

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