sábado, 25 de enero de 2014

III, 43. Otra «nibola», 11. «Vivan las caenas»

Empieza uno creyéndose a pies juntillas el rollo ese de la inteligencia emocional, sigue luego linqueado al racarraca de la racionalidad sentimental, las sensibilidades internas de los partidos, estas cosas de los argumentarios u homilías verborreicas de La Casta, y acaba un buen día, o una Diada, no sé, cogidito de las manos con otros espectadores de TV3, la tele del Régimen pujolista, prendido de una cadena que de los Pirineos baja hasta anegarse en el mar. La Vía Catalana. Hacia el protectorado franco-prusiano del Principat.
Francesillo de Zúñiga se hallaba de visita en El Bulli de la Sociología, donde el doctor Exuperancio Morcillo d’Arroz, catedrático en excedencia y carnet de conducir clase B, consultaba a sus oráculos de ciencia predictiva de la buena. Anunciándose con gran éxito en las páginas de contactos, El Bulli de la Sociología no daba abasto. Hacía tiempo que Morcillo d’Arroz se había dejado de pamplinas ideológicas, tras descubrir que más rentable que adoctrinar en un partido resultaba sacárselo, como experto en el futuro, a su habilidad para recocinar encuestas, que en su tienda-taller vendía al mejor postor. En una de sus habituales tomaduras de atajos por los túneles subtemporales de Iberia, Francesillo había conocido, tiempo atrás o a principios de los 80, a Exuperancio juntamente con Morcillo.
El sino del doctor Morcillo d’Arroz era no parar quieto. Procediendo del búnker, que los niños finos de Serrano empezaron a llamar franquismo sociológico, por no dar pistas, Exuperancio había terminado haciéndose su poquitín de marxista: la puntita no más de una sociedad sin clases, mezclada con el recambio de principios, «que si no le gustan tengo otros». La síntesis dialéctica entre los dos principales hermanos Marx, Karl y Groucho. Exuperancio llamaba a aquella su doctrina ecléctica carlismo-marxianismo. Vena peronista a tope, vamos.
Fue la susodicha vena la que se le hinchó a Exuperancio al sentirse fatalmente atraído por los descamisados de Alfonso Guerra, que mandaba ya como nuevo vicepresidente. Así que la fotografía de Suárez fue sustituida por la artística toma de Guerra en trance de relectura de uno de los poemas de Antonio Machado que luego Sánchez Ferlosio apelaría de fascistas: «Mas otra España nace, / la España del cincel y de la maza, / con esa eterna juventud que se hace / del pasado macizo de la raza». Las quisicosas del 98. Era parecer de Exuperancio que se notaba en aquella instantánea que Guerra se hallaba asimismo escuchando a Mahler. Porque hay que saber, o al menos así lo aseguraban Exuperancio y Morcillo d’Arroz, que, de la misma manera que las paredes oyen, sus fotos se escuchaban. Eran, sí, iconos sinestésicos.
Francesillo de Zúñiga se disponía, en esta nueva visita, a oracular con Morcillo sobre las expectativas abisales y abismales de la Vía Catalana. Que el profesor Junqueras, cabeza pensante del Régimen pujolista e ingeniero de puentes de sinécdoques, ya tenía redactado, pero que él solito, el artículo 1 de la Nova Constitució Catalana: «La Constitució es fonamenta en la indissoluble unitat de la Nació catalana, pàtria comuna i indivisible de tots els catalans».
Bien sabía Francesillo que sólo el pasado informaba del futuro. Exuperancio le contradijo: «Las condiciones objetivas de cada momento histórico son el producto de líneas de tensión propias, independientes de sincronías anteriores». El de Zúñiga, tan pancrónico, sonrió: cambiarían los personajes y los escenarios, mas las mentadas líneas de tensión —le hacía mucha gracia la terminología de los científicos sociales— subsistían. La vida. Morcillo defendió la peculiaridad histórica del eje de tensión actual, Irreal Madrid / Barça de bazar, y Francesillo recordó los tiempos del su Emperador, Carlos V, en que castellanos y flamencos andaban por la Corte a hostias. Un poner, que decimos en Carabanchel: «musior de Laxao, comendador mayor de Alcántara», relató el de Zúñiga, «llevóle cierto día a este Emperador la halda de la Loba», actitud obsequiosa que despertó el recelo de Guillén Peraza. Este «conde de La Gomera, deseoso de servir al Emperador, arremetió con la mayor furia que pudo a tomar la falda al dicho Laxao». Quien, afrentado «de ver llevarse la falda delante del Emperador, porfió» con el conde para que la soltara. El castellano Peraza tiraba de un extremo, y del otro Laxao, que «con lengua flamenca dezía quel diablo llevase tan buen criado». Al fin, Laxao «cayó hacia atrás» y empujó al Emperador, que terminó «medio cayendo sobre ellos». Impepinable que tanta línea de tensión, o estiramiento, diera con todos por los suelos.
De aquellos tiempos junto a Carlos V conservaba Francesillo, su seguro servidor bufonesco, nociones del alemán, el idioma de la corte de los Austrias, que él no dejaba pasar la ocasión de esperpentizar. Aplicando la regla de que las palabras salieran larguitas y sonoras, inventó subanestrujenbajen, que hay que ver cómo se ponían los túneles pancrónicos en las horas y en los siglos punta, y ya en plan créole empezó a hacer correr aquel vocablo de elhioputaljefe.
Así a las claras, en purito alemán. Idioma también entonces en alza.


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