Empieza uno creyéndose a pies juntillas
el rollo ese de la inteligencia emocional, sigue luego linqueado al racarraca
de la racionalidad sentimental, las sensibilidades internas de los partidos,
estas cosas de los argumentarios u homilías verborreicas de La
Casta, y acaba un buen día, o una Diada, no sé, cogidito de las manos con
otros espectadores de TV3, la tele del Régimen pujolista, prendido de una
cadena que de los Pirineos baja hasta anegarse en el mar. La Vía Catalana.
Hacia el protectorado franco-prusiano del Principat.
Francesillo
de Zúñiga se hallaba de visita en El Bulli de la Sociología, donde el doctor Exuperancio
Morcillo d’Arroz, catedrático en excedencia y carnet de conducir clase B,
consultaba a sus oráculos de ciencia predictiva de la buena. Anunciándose con
gran éxito en las páginas de contactos, El Bulli de la Sociología no daba
abasto. Hacía tiempo que Morcillo d’Arroz se había dejado de pamplinas
ideológicas, tras descubrir que más rentable que adoctrinar en un partido resultaba
sacárselo, como experto en el futuro, a su habilidad para recocinar encuestas, que
en su tienda-taller vendía al mejor postor. En una de sus habituales tomaduras de
atajos por los túneles
subtemporales de Iberia, Francesillo había conocido, tiempo atrás o a
principios de los 80, a Exuperancio juntamente con Morcillo.
El
sino del doctor Morcillo d’Arroz era no parar quieto. Procediendo del búnker, que
los niños finos de Serrano empezaron a llamar franquismo sociológico, por no dar pistas, Exuperancio había
terminado haciéndose su poquitín de marxista: la puntita no más de una sociedad
sin clases, mezclada con el recambio de principios, «que si no le gustan tengo
otros». La síntesis dialéctica entre los dos principales hermanos Marx, Karl y
Groucho. Exuperancio llamaba a aquella su doctrina ecléctica carlismo-marxianismo. Vena peronista a
tope, vamos.
Fue
la susodicha vena la que se le hinchó a Exuperancio al sentirse fatalmente
atraído por los descamisados de Alfonso Guerra, que mandaba ya como nuevo vicepresidente. Así que la fotografía de
Suárez fue sustituida por la artística toma de Guerra en trance de relectura de
uno de los poemas de Antonio Machado que luego Sánchez Ferlosio apelaría de
fascistas: «Mas otra España nace, / la España del cincel y de la maza, / con
esa eterna juventud que se hace / del pasado macizo de la raza». Las quisicosas
del 98. Era parecer de Exuperancio que se notaba en aquella instantánea que
Guerra se hallaba asimismo escuchando a Mahler. Porque hay que saber, o al
menos así lo aseguraban Exuperancio y Morcillo d’Arroz, que, de la misma manera
que las paredes oyen, sus fotos se escuchaban. Eran, sí, iconos sinestésicos.
Francesillo
de Zúñiga se disponía, en esta nueva visita, a oracular con Morcillo sobre las
expectativas abisales y abismales de la Vía Catalana. Que el profesor Junqueras,
cabeza pensante del Régimen pujolista e ingeniero de puentes
de sinécdoques, ya tenía redactado, pero que él solito, el artículo 1 de la
Nova Constitució Catalana: «La Constitució es fonamenta en la
indissoluble unitat de la Nació catalana, pàtria comuna i indivisible de tots
els catalans».
Bien
sabía Francesillo que sólo el pasado informaba del futuro. Exuperancio le
contradijo: «Las condiciones objetivas de cada momento histórico son el
producto de líneas de tensión propias, independientes de sincronías anteriores».
El de Zúñiga, tan pancrónico, sonrió: cambiarían los personajes y los
escenarios, mas las mentadas líneas de tensión —le hacía mucha gracia la
terminología de los científicos sociales— subsistían. La vida. Morcillo
defendió la peculiaridad histórica del eje de tensión actual, Irreal Madrid / Barça
de bazar, y Francesillo recordó los tiempos del su Emperador, Carlos V, en que castellanos
y flamencos andaban por la Corte a hostias. Un
poner, que decimos en Carabanchel: «musior
de Laxao, comendador mayor de Alcántara», relató el de Zúñiga, «llevóle cierto
día a este Emperador la halda de la Loba», actitud obsequiosa que despertó el recelo
de Guillén Peraza. Este «conde de La Gomera, deseoso de servir al Emperador,
arremetió con la mayor furia que pudo a tomar la falda al dicho Laxao». Quien,
afrentado «de ver llevarse la falda delante del Emperador, porfió» con el conde
para que la soltara. El castellano Peraza tiraba de un extremo, y del otro Laxao,
que «con lengua flamenca dezía quel diablo llevase tan buen criado». Al fin, Laxao
«cayó hacia atrás» y empujó al Emperador, que terminó «medio cayendo sobre
ellos». Impepinable que tanta línea de tensión, o estiramiento, diera con todos
por los suelos.
De
aquellos tiempos junto a Carlos V conservaba Francesillo,
su seguro servidor bufonesco, nociones del alemán, el idioma de la corte de los
Austrias, que él no dejaba pasar la ocasión de esperpentizar. Aplicando la
regla de que las palabras salieran larguitas y sonoras, inventó subanestrujenbajen, que hay que ver cómo
se ponían los túneles pancrónicos en las horas y en los siglos punta, y ya en plan créole empezó
a hacer correr aquel vocablo de elhioputaljefe.
Así a las claras, en purito alemán. Idioma
también entonces en alza.
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