Las serpientes, decía,
se arrastran por todos los suelos y los textos todos. El mismo reptil,
seguramente, que el Ahrimán mentado por Volney, pudiera ser ese Tifón, hijo de Gea y
Tártaro —ahí es nada—, al que se refiere Hesíodo en la Teogonía,
820 ss.: «de sus hombros salían cien cabezas de serpiente, de terrible dragón».
Este engendro, de cuyas «cabezas brotaba ardiente fuego», luchará contra un dios
solar o de la luz, que ese resulta su oficio mayor. Sí, lo han adivinado: Zeus.
Los griegos, cuya experiencia en combatir contra el caos de la
irracionalidad fue ardua, pionera y fantástica, reclutan en tantos de sus mitos
a personajes que se relacionan con el serpenteante animal: Delfine, dragón
mezcla de serpiente y de mujer (explosiva y curvada mixtura, con razón reiterada
y más —qué les voy a contar— que atrayente); Ladón, el dragón guardián de las
manzanas del jardín de las Hespérides (otro Paraíso, y van ya…); el asimismo
dragón, centinela del vellocino de oro, que Apolonio de Rodas se detiene a
describir en El
viaje de los Argonautas; la serpiente Pitón, perseguidora de Latona a
instancias de la celosa Hera, y con la que acaba Apolo (el enésimo dios solar)
para vengar a su madre; el hidro o serpiente de agua que mata a Eurídice; Cadmo
y Harmonía, convertidos —faltaría más— en serpientes...
Fundamentales ellas y los cocodrilos —tan frecuentes entre la fauna del
Nilo— en el Libro de los muertos
egipcio, cuyos sortilegios XXXI-XXXVI proporcionan remedios para rechazar a los
Espíritus con Cabeza de Cocodrilo y a los Demonios-Serpientes, no menos que para
evitar sus mordeduras y para no ser devorados por ellos. Además, Nut atacará a los
demonios-cocodrilos (LXXX).
El eterno combate dios-héroe / serpiente-cocodrilo configura una estructura
arquetípica que se reconoce en la lucha de Perseo y Cadmo contra los dragones,
en la de Hércules contra la Hidra de Lerna, en la de san Jorge contra el
dragón, en la de Lagrofón contra el monstruo Endriago. También para la
mitología egipcia, la serpiente se constituye en la encarnación del Mal, que
tiene un nombre: el dragón Apopi, el mayor enemigo de Ra. En el sortilegio
XXXIX del Libro, Ra pelea contra
Apopi, como después se enfrentará a las serpientes (CVIII). El mismo arquetipo
de lucha entre la luz y las tinieblas.
Y es que Apopi no destruye la capa de ozono, pero casi: agujerea el firmamento
de Ra, desencadena las tempestades y devasta el Orden Cósmico (CXXX), que —cómo
no— deben restablecer los dioses. El imperativo para estos es claro: «¡Destruid
al Enemigo, el Dragón!» (LXXXIX). La serpiente Rerek, prima hermana de las que
vamos sorteando, trituraba a los muertos con sus fauces, impidiéndoles llegar
al Campo de los Bienaventurados (CXLIX, Séptimo Iat). Es decir, la serpiente
les privaba del Paraíso.
Indra, dios supremo védico, acabará también matando a Vrtra, la
serpiente-demonio (Rigveda, himnos
32, 1; y 56, 5-6). Apolo, dios del sol, se enfrentará a la serpiente Pitón,
según transmite, entre otros, Ovidio en el Primero de sus Metamorfosis, 416 ss. Pitón atesoraba asimismo la capacidad de
conocer el futuro, de lo que se hizo eco el buen fraile Feijoo, quien se
refiere al espíritu Pitón o espíritu diabólico: «en varias partes
de la Escritura se habla de hombres y mujeres que tenían el espíritu Pitón, que
es lo mismo que espíritu diabólico divinatorio» («Profecías supuestas», Teatro crítico universal, II, 4). La
serpiente, pues, es el diablo. Ahí queríamos verla, sobre su cambiante piel una
científica bata blanca para laborar en la premonición, adivinanza o predicción de
la legislación cósmica. Que es que la ciencia viene siendo cosa del demonio…
El arrastrado animal fue adquiriendo, fundadas ya nuestras civilizaciones, una
significación de poder negativo que se opone a los dioses del bien y de la luz:
Tiamat engendró monstruos-serpiente cuando se enfrentó a las fuerzas del bien,
según narra el Enuma Elish (II, 4);
en este mismo poema babilonio —y en gesto que reconocemos a poco que leamos
despacio—, a Marduk se le augura que muy pronto pisará el cuello de Tiamat, la
serpiente (II, 113), análogamente a lo que Yavé dirá, siglos después, a su maldito
roedor —digo, reptil—, la mascota que le dará a él sentido: la mujer «te
aplastará la cabeza» (Génesis, III,
15); Hesíodo el griego relata asimismo que las Gorgonas y la Discordia, en vez
de cabellos, lucían serpientes requetepeinadas con permanente, y de la Quimera
afirmará que es terrible monstruo, una de cuyas cabezas es como la de la
serpiente; Frazer registra que los humis, pueblo del este de la India, aseguran
en sus tradiciones que una serpiente iba devorando a los primeros hombres creados
por Dios, hasta que a este no se le ocurrió nada mejor que formar un perro que
alejó al reptil, espíritu maligno; ejemplos análogos recolecta y desperdiga Mircea
Eliade; recordaré, por último, cómo unas serpientes matan a Laocoonte y a sus
hijos, lo que —ay del efecto mariposa— propiciará la caída de Troya, según el
veraz Virgilio en el Segundo de la Eneida.
Estamos, ya digo, rodeados de serpientes: el nombre universal de nuestros
fantasmas, frustraciones o miedos.
Que tan peligrosos nos hacen.
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