sábado, 14 de marzo de 2015

IX, 26. Ritmos milenarios del Tiempo

Enfrente siempre, la serpiente. Los viejos textos cosmogónicos la mientan de continuo. También a la hora sin horas de ansiar la inmortalidad. Gaster adujo el vocablo griego y latino senecta, que tanto vale por ‘vejez’ como por ‘cambio de piel de una serpiente’, y recordó asimismo un dicho del italiano moderno: «Ser más viejo que una serpiente», que sintetiza ambos significados. Y Frazer constata que muchas culturas alimentan la creencia de «que con el cambio anual de piel las serpientes y otros animales renuevan su juventud y son inmortales».
Encuentro el fragmento más revelador de esta asociación en el Libro de los muertos egipcio. Si no el autor del pasaje al menos el traductor que leo logró una espléndida adecuación entre la idea que transmitía —la renovación constante y cíclica de un bicho inmortal— y el modo de hacerlo, con secuencia rítmica de cadenciosa sintaxis. «Para ser transformado en Serpiente», el muerto debe recitar el sortilegio LXXXVII:

Yo soy un Hijo de la Tierra. Largos fueron mis años... Yo me acuesto por la Tarde: y renazco a la vida por la Mañana, según los Ritmos milenarios del Tiempo. Yo soy un Hijo de la Tierra. Yo le permanezco fiel. Ora muerto, ora renazco a la Vida. He aquí que florezco otra vez y me renuevo, según los Ritmos milenarios del Tiempo.

Al decir de Frazer, también Sanchuniaton, autor de la Historia fenicia, creía que la serpiente era el animal de más dilatada vida. De ahí a pensar que la serpiente es inmortal no queda sino un paso. Lo dieron los egipcios, los mesopotámicos y los hebreos. Por la otra parte del mundo, los arawaks, pueblo de la Guyana británica, relatan que una vez el creador bajó a la tierra y los hombres trataron de matarlo —en un paralelismo con el mito de... Licaón que transmite Metamorfosis, I, 163-252—, por lo que el deus creator les despojó de la inmortalidad que hasta entonces habían disfrutado (¡aquella perdida Edad de Oro, admirado Hesíodo!), y se la concedió a los animales que se arrastran, sí, pero mudando de piel.
La serpiente, pues, se hizo inmortal a costa de la humanidad. Engañándola, como a Eva y Adán, o robándole la planta de la eterna juventud, como al desdichado protagonista del Poema de Gilgamesh, XI, 285-290:

Gilgamesh descubrió una fuente, cuya agua era fresca.
Descendió hasta ella y se bañó;
[mientras tanto] una serpiente olfateó la fragancia de la planta,
salió [del agua] y arrebató la planta.
Al retirarse mudó de piel.
Al advertir Gilgamesh lo ocurrido se sienta y llora.

No era para menos. Sin la planta de la eterna juventud, que muchos siglos después seguirían persiguiendo unos españoles más allá del Océano, o sin el fruto del Árbol de la Vida, el hombre quedaba condenado a morir. En los primeros tiempos —que cuando no se enroscan y giran se dice son los más remotos—, la serpiente supo aprovecharse de la inocencia humana para burlar a la muerte. Como un dios acechante. Por eso le llamó el Génesis el más sagaz de los animales. El más astuto.
Así pues, y por si le faltara algo, también atesoraba la sierpe el conocimiento, la experiencia y la sabiduría. El dios-cocodrilo Sebek posee la inteligencia y es el «Maestro de los adoradores del Santuario Oculto» (Libro de los muertos, LXXVIII). La serpiente: el sabio animal. Que, cual Prometeo, enseñó a la humanidad el fruto del conocimiento. Comiendo de este, el hombre se hizo igual a los dioses en sabiduría, y de esta forma la serpiente pagaba el mal infligido al linaje humano. Dios perdió en todo: los hombres y las serpientes le habían desobedecido; encima, unos se le equiparaban en el saber y las otras en la vida eterna. Comenzaba la Historia.
O daba inicio el castigo de unos dioses malhumorados.

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