miércoles, 4 de enero de 2017

IX, 34. Enamorar a lomos de caballo

Tácita táctica artística para exaltar a próceres, reyes y guerreros consiste en que los retratados monten espléndidos corceles. Efigies, lienzos y poemas coinciden por lo general, y para los generales, en esta convención. Que cuando se radicaliza deja solo al équido: advirtió don Carlos que el viento del Norte podía «encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor» (Misericordia, I), obviando y olvidando aquí Galdós a Felipe III, a la sazón jinete en esa estatua. Por no mencionar la agudeza castiza, focalizada en broncínea testicularia, de «Tener más cojones que el caballo de Espartero».
Sobre un caballo se vencían batallas, se conquistaban reinos y se cortejaban damas. Esta última acción implicaba elevada posición social del galán, hombría y… caballerosidad. A tenor de los hechos literarios, el motivo de enamorar a lomos de caballo incluye la lid entre rivales (que a veces van a pie), la suntuosa descripción del animal, la consecución del favor femenino, la admiración social y la identificación —casi como en el dicho popular mencionado— entre corcel y caballero. El motivo galopa por muchos textos y puede seguirse y apreciarse en tres calas narrativas del siglo XIX, contemporáneas de la erección —quizá nunca mejor ajustada la expresión a la sustancia— en 1886 de la estatua en homenaje al general Espartero.
En Pepita Jiménez (1874), de Juan Valera, el seminarista Luis de Vargas se enfrenta al mundo, el demonio y la carne: a la realidad de la vida rural, la testosterona y el amor. A caballo se le abren las puertas de este universo nuevo. En carta del 4 de mayo a su tío el Deán, relata una expedición campestre: «Tuvimos todos que ir a caballo. Yo, como jamás he aprendido a montar, he acompañado a mi padre […] en una mulita de paso, muy mansa», mientras otros excursionistas mostraban sus habilidades ecuestres. El seminarista se mortifica por la desfavorable comparación y por las chanzas de su primo Currito hacia un Luis de Vargas humillado (humus: ‘suelo’), que trasluce envidia y reparo. Ah, si no llevara sotana…: «cuando nos apeamos, se me quitó de encima un gran peso, como si fuese yo quien hubiera llevado a la mula».
En estas, Pepita Jiménez anima a Luis a que aprenda equitación, pues le será útil —argumenta sin que nadie se lo demande— en sitios sin civiles infraestructuras en que, tal que Persia o China, vaya a vivir como misionero. El interés de Pepita, claro, se conduce por otros derroteros: comprende que Luis sólo será socialmente valorado si muestra destrezas de buen varón. La primera, montar caballo. Ni que decir tiene que Pepita se siente atraída —si no, de qué— por un hombre habituado al hábito: sólo como jinete (sin sotana, prenda embarazosa en múltiples circunstancias, contando la de vivir y vagar a lomos de équido) podría corresponderla.
Luis promete aprender el arte ecuestre: en la próxima excursión «he de ir en el caballo más fogoso de mi padre». ¿Qué sino estas palabras deseaba escuchar Pepita? ¿Cómo sonaría en sus oídos aquel el más fogoso, aun aplicado a irracional macho cuadrúpedo? Dicho y hecho: Luis propone a su padre que le enseñe a montar. Don Pedro, pretendiente de Pepita, se alegra de la petición, que no son los corceles incompatibles con el clero: «Mi padre replica que en los buenos tiempos antiguos, no ya los clérigos, sino hasta los obispos andaban a caballo acuchillando infieles». Sobre todo, es que espera hacer al fin un hombre de su hijo: «el mejor caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando y de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de tabaco y con un buen alijo de algodones». Es actitud ésta que ciega mucho: ni sombra de sospecha hay en don Pedro de que, al ganar un jinete para su linaje, perderá una futura esposa. Lo importante ahora es que, después de montar, ya vendrán, ya, el tabaco, la pistola, la espada, la baraja y la navaja.
Esos detallitos sietemachos de familia bien.


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