Tácita táctica artística para exaltar a próceres,
reyes y guerreros consiste en que los retratados monten espléndidos corceles. Efigies,
lienzos y poemas coinciden por lo general, y para los generales, en esta
convención. Que cuando se radicaliza deja solo al équido: advirtió don Carlos
que el viento del Norte podía «encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza
Mayor» (Misericordia, I), obviando y
olvidando aquí Galdós a Felipe III, a la sazón jinete en esa
estatua. Por no mencionar la agudeza castiza, focalizada en broncínea
testicularia, de «Tener
más cojones que el caballo de Espartero».
Sobre un caballo se vencían batallas, se conquistaban
reinos y se cortejaban damas. Esta última acción implicaba elevada posición
social del galán, hombría y… caballerosidad. A tenor de los hechos literarios,
el motivo de enamorar a lomos de caballo incluye la lid entre rivales (que a
veces van a pie), la suntuosa descripción del animal, la consecución del favor
femenino, la admiración social y la identificación —casi como en el dicho popular
mencionado— entre corcel y caballero. El motivo galopa por muchos textos y
puede seguirse y apreciarse en tres calas narrativas del siglo XIX, contemporáneas
de la erección —quizá nunca mejor ajustada la expresión a la sustancia— en 1886 de la
estatua en homenaje al general Espartero.
En Pepita Jiménez
(1874), de Juan Valera, el seminarista Luis de Vargas se enfrenta al mundo, el
demonio y la carne: a la realidad de la vida rural, la testosterona y el amor.
A caballo se le abren las puertas de este universo nuevo. En carta del 4 de
mayo a su tío el Deán, relata una expedición campestre: «Tuvimos todos que ir a
caballo. Yo, como jamás he aprendido a montar, he acompañado a mi padre […] en
una mulita de paso, muy mansa», mientras otros excursionistas mostraban sus
habilidades ecuestres. El seminarista se mortifica por la desfavorable
comparación y por las chanzas de su primo Currito hacia un Luis de Vargas
humillado (humus: ‘suelo’), que
trasluce envidia y reparo. Ah, si no llevara sotana…: «cuando nos apeamos, se
me quitó de encima un gran peso, como si fuese yo quien hubiera llevado a la
mula».
En estas, Pepita Jiménez anima a Luis a que
aprenda equitación, pues le será útil —argumenta sin que nadie se lo demande—
en sitios sin civiles infraestructuras en que, tal que Persia o China, vaya a
vivir como misionero. El interés de Pepita, claro, se conduce por otros
derroteros: comprende que Luis sólo será socialmente valorado si muestra destrezas
de buen varón. La primera, montar caballo. Ni que decir tiene que Pepita se
siente atraída —si no, de qué— por un hombre habituado al hábito: sólo como
jinete (sin sotana, prenda embarazosa en múltiples circunstancias, contando la
de vivir y vagar a lomos de équido) podría corresponderla.
Luis promete aprender el arte ecuestre: en la
próxima excursión «he de ir en el caballo más fogoso de mi padre». ¿Qué sino
estas palabras deseaba escuchar Pepita? ¿Cómo sonaría en sus oídos aquel el más fogoso, aun aplicado a irracional
macho cuadrúpedo? Dicho y hecho: Luis propone a su padre que le enseñe a
montar. Don Pedro, pretendiente de Pepita, se alegra de la petición, que no son
los corceles incompatibles con el clero: «Mi padre replica que en los buenos tiempos antiguos, no ya los clérigos,
sino hasta los obispos andaban a caballo acuchillando infieles». Sobre
todo, es que espera hacer al fin un hombre de su hijo: «el mejor caballista de toda Andalucía; capaz de ir a
Gibraltar por contrabando y de volver de allí, burlando al resguardo, con una
coracha de tabaco y con un buen alijo de algodones». Es actitud ésta que ciega
mucho: ni sombra de sospecha hay en don Pedro de que, al ganar un jinete para
su linaje, perderá una futura esposa. Lo importante ahora es que, después de
montar, ya vendrán, ya, el tabaco, la pistola, la espada, la baraja y la
navaja.
Esos detallitos sietemachos de familia bien.
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