Para mi
amiga Esther Huete, que leyendo
estas Literaventuras me sugirió la cita de
Lorca
Valera publicó Pepita Jiménez en cuatro entregas del
tomo XXXVII de Revista de España, números
146-149 (28-III-1874, 13-IV-1874, 28-IV-1874 y 13-V-1874). Aunque con vistas a la posterior edición de la novela como libro (Madrid,
J. Noguera, 1874) pulió el texto —lo estudió Ana Navarro (CILH, 10 [1988], 81-103), quien
mencionaba los descuidos que el autor reconocería en 1897—, pudo haber escapado
a su control cierto detalle. En carta del 4 de abril, previa (claro) a la ya citada del 4 de mayo, Luis de Vargas, quejándose del ajetreo del campo, indica:
«aquí me paseo mucho a pie y a caballo»; frase que, procediendo de la primera
entrega de Revista de España (página 160), se estampó idéntica en la edición Noguera (página 40). ¿Minucia? Si a caballo se
refiere a montar cuadrúpedos, como una mula, lo es; de lo contrario, quizá en
su plan primigenio era ya caballista
Luis, pero, a medida que iba escribiendo, Valera apreció la fuerza del motivo (¿o
estereotipo semántico?) del enamorar ecuestre. Y decidió explotarla, mediante
el expediente de cambiar planes y desdecirse, sin corregir la incoherencia
narrativa.
Incoherencia que conduce a
que, en un pispás —que en su caso ya no en un santiamén— de apenas una semana,
Vargas se transforme en expertísimo jinete. En sucesivas epístolas expone Luis su
abandono de la mula en simultaneidad con su cada vez más estrecha relación con
Pepita: una progresiva secularización. El 7 de mayo había descrito a Lucero, un «caballo negro, hijo de un
caballo árabe y de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor,
lleno de fuego y adiestrado en todo linaje de corvetas». Al finalizar su vertiginosa
iniciación hípica o profana, Luis abandona la sotana, monta sobre Lucero y cabalga ante su orgulloso
padre, ante los asombrados vecinos, ante Currito, que no le había apreciado
«mientras no fue más que teólogo», y después «le veneraba […] desde que le
había visto montar tan bien en Lucero»,
según referirá el Deán en el capítulo II de la novela, «Paralipómenos».
Y, cómo no, cabalga ante Pepita,
a quien enamora del todo. Relata la carta del 12 de mayo que Luis, a instancias
de su padre, entró en el pueblo «por lo más concurrido y céntrico, metiendo
mucha bulla y desempedrando las calles»; luego pasó por «la de Pepita, quien de
algún tiempo a esta parte se va haciendo algo ventanera y estaba a la reja, en
una ventana baja, detrás de la verde celosía»: el espacio habitual del
galanteo. Tras ese muy sugeridor desempedrando
las calles, Luis culmina el recuerdo de su proeza, alcanzada en sintonía con
su montura:
No bien sintió Pepita el ruido […] se puso a mirarnos. Lucero, que, según he sabido después,
tiene ya la costumbre de hacer piernas cuando pasa por delante de la casa de
Pepita, empezó a retozar […]. Yo quise calmarle, pero […] se alborotó más y más
y empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunos botes; pero yo
me tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo, castigándole con la
espuela, tocándole con el látigo en el pecho y reteniéndole por la brida. Lucero […] se humilló entonces hasta
doblar mansamente las rodillas haciendo una reverencia.
Esa noche, una Pepita
entusiasmada recibió a Luis y, contra la costumbre y el recato, le alargó la
mano. Como la Novia dirá mucho después a Leonardo en las Bodas de sangre (1933) lorquianas, donde el corcel desempeña una función dramática esencial
en el proceso amatorio, «Un hombre
con su caballo sabe mucho y puede mucho para poder estrujar a una muchacha
metida en un desierto» (II, i). Poder, pudo en efecto lo suyo Luis de Vargas, que no había desempedrado las calles en
vano. Su amor con la dama estaba servido.
Por un caballo bien
adiestrado.
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