Corrían por el seminario de Julio Marconi —sí,
el hermano del teórico Ataúlfo
Marconi— aires de una nueva historia de la literatura. Historia que
fuera ajena a los «viejos moldes retóricos de corte decimonónico (coherencia
narrativa, flujo temporal lineal, períodos unitarios, transparencia del código
empleado, neutralidad expositora, etc.)» con que había Santiáñez-Tió caracterizado a la ya manida y desgastada, mientras esperaba que un «historiador interesado en
relatar la multiestratificación del tiempo» la superara con los recursos de la
«narrativa experimental y modernista»: «pluralidad de voces, simultaneidad de
escenas, polisemia, multilenguaje, montajes paralelos». Avivo el seso y recuerdo ahora el caso de las Coplas a la muerte de su
padre con
que, preparando esa venidera historia literaria reversible —o sustentada en las
curvaturas del tiempo—, ensayaba Marconi.
Abominando de aquellas
pelis de serie B en que consistían los contextos
históricos, en cada una de sus explicaciones partía mi maestro de una
generalización que seleccionaba por ser la más chocante de entre las posibles,
según el criterio bíblico y científico de que sólo del caos se hacía la luz. Una
vez elegida, en referencia al Génesis la llamaba Punto G o, si quería hacerse entender, The Big Bang Theory.
De modo que al sostener que el quizá más memorable pasaje de
las Coplas, el inicio de su tercera estrofa,
versificaba
una regla de tres,
Nuestras vidas son los ríos
que
van a dar en la mar
que es el morir,
Julio
Marconi partía del punto G brindado por uno que al final de su explicación
acabaría como contemporáneo de Jorge Manrique (h. 1440-1479): Juan Ramón
Jiménez. Quien, allá por la década de 1950,
fijó la identidad ríos = inspiración en
su apotegma de que el mejor amigo del poeta es el río: «los poetas siempre han
sido amigos de los ríos por el brotar palpable del agua, elemental como el de
la inspiración». De ahí a ponerse estupendo y formular un axioma como pregunta
retórica, mínimo palmo quedaba: «¿Acaso los ríos de
cada país son los que determinan, con su cauce y su manera de caminar, este
encauzamiento y este fluir de la corriente del idioma?». Desde tal lógica, la
conclusión del silogismo se le hizo evidente: el «pie y paso» de la lengua
española se forjó sobre el breve octosílabo, dado que los «ríos de España» «no
son muy caudalosos». Quandoque
bonus dormitat Homerus, apostillaba el horaciano Marconi: vamos, que
hasta el bueno de Homero (o de Juan Ramón) tiene un día tonto.
Por
caótica, la generalización fluvial juanramoniana era palanca que movía la
explicación de mi maestro, que la entroncaba con una «identidad vida = río» que, «a juzgar por su
recurrencia», era —aseguró Senabre— «metáfora de validez permanente en la
literatura hispánica». Utilizándola, Manrique había vehiculado
en apenas dos series octosilábicas el engranaje ríos = vidas y mar = x. Y
resolvió esta regla de tres con el remate de un pie quebrado pentasílabo que despejaba la incógnita: x = morir. Este grado máximo de sucinta
simplificación alcanza la más alta cota de eficacia comunicativa. Es decir, de
poesía. Lo demuestra el que tan brevísimo fragmento lleve más de cinco siglos
resonando en las memorias de sucesivas generaciones de lectores y bachilleres. Por
eso Antonio Pérez Gómez, agregaba Marconi, había podido compilar sin
despeinarse seis volúmenes de antiguas Glosas
a las «Coplas» de Jorge Manrique (Cieza, La Fonte Que Mana y Corre, 1961-1963).
A
tal éxito de público y crítica contribuyó, según mi maestro, el que los cuatro términos de la regla de
tres manriqueña se hallen íntimamente asociados a la experiencia humana más radical.
Que por eso mismo es la menos cotidiana. Razón por la que don Julio consideró
que a la pobrísima —por facilísima— parodia de García Montero en las Coplas
a la muerte de su colega (1983), «Nuestras vidas son los sobres / que
nos dan por trabajar / que es el morir», le aguardaba el destino que la memoria
reserva a objetos volanderos no identificados como el sustantivo sobres. Más o menos el de la papelera de
la Historia al que fue a dar, si no a un primitivo tratado de ingeniería de
caminos, canales y puertos, el resto de la mismísima estrofa tercera de
Manrique, con sus señoríos y su trivial
y tripartita clasificación fluvial de grandes o caudales, medianos y chicos
ríos. Un derroche muy de la cansina retórica del siglo XV.
Como
el mentado practicante de la zolesca o decimonónica poética de la experiencia,
también Marconi había probado a rehacer la fórmula manriqueña, no buscando efímero
aplauso en manifa pancartera de la umbralesca
Santa
Transición, sino para experimentar con los límites del lenguaje poético,
una vez hubo aceptado la provisora y provisional hipótesis de que éste existiera:
Nuestros
ríos son las vidas
que
van a dar en la muerte,
inmenso
mar.
Se
tomaba muy en serio Marconi la conclusión de la Lingüística que hemos dado en
llamar General, según la cual la linealidad de todo idioma es abolición de la
simultaneidad del mundo. Y defendía —con Nadine Ly, «El orden
de las palabras: orden lógico, orden analógico (la sintaxis figurativa en las Soledades)», Bulletin Hispanique, 101.1 (1999), pp. 219-246 (sobre todo pp.
232-233)— que sólo una poderosa inteligencia artificial como la de Góngora pudo
sortear esa abolición, componiendo en un desconcertante híbrido de latín y
español. Así que el destilado recién citado de su laboratorio, satisfizo a
Julio Marconi en la medida en que, al romper —como García Montero— la magia
manriqueña, probaba que la de don Jorge era fórmula magistral que había
sintetizado el todo simultáneo, o batiburrillo ríos-vidas-morir-mar, con una naturalidad extrañamente exenta —en pleno
siglo XV— de maquillajes retóricos. Y contraria al usus scribendi del propio Manrique, que solía descolgarse con cosas de
este jaez: «Es una muerte escondida / este mi bien prometido, / pues no puedo ser querido / sin peligro de la vida»; o bien:
Yo callé males sufriendo
y
sufrí penas callando,
padescí
no meresciendo
y
merescí, padesciendo,
los
bienes que no demando.
Por
lo demás, el resultado muerte-mar de Marconi
había quebrado la correlación mar-morir, que en la regla de tres manriqueña
aprovechaba la analogía formal del sustantivo mar con, por ejemplo, amar,
armar o incluso remar o transformar, para
transmutarlo en un infinitivo, ese recurso de la conjugación que, contra la
esencia del verbo, detiene el tiempo: mar es morir.
La
restricción pentasilábica había por fin metamorfoseado, en el experimento de Marconi,
la natural salida «que es el morir» en el recargado, por epitetizado, «inmenso
mar». Añadía mi maestro que tal sintagma transfiguraba a este Manrique de
laboratorio en Juan Ramón Jiménez o, lo que a todas luces era peor, en cualquier
otro modernista desengañado que hubiera viajado, aunque no reciencasado, en barco. Es que, en efecto, a Juan Ramón le salían inmensos y mares como hongos: «¡Qué inmenso demostrarte, / en tu desnudez sola
/ —sin compañera… o sin compañero / según te diga el mar o la mar— […]»; «al
oír la palabra alerta —¡muerte!— / dentro de la armonía de mi alma / —mar
inmenso de duelo o de alegría— […]»; «[…] En inmenso par, / latirán el mar
único / y mi corazón […]», etcétera. No: con las enseñanzas de mi maestro Marconi
no pasaban las horas. Empero, el espacio de este post se ha consumido antes de curvarse como ellas.
A ver si en el siguiente.[1]
[1] Se sustenta esta literaventura en N. Santiáñez Tió, «Temporalidad y
discurso histórico. Propuesta de una renovación metodológica
de la historia de la literatura española moderna», Hispanic Review, 65.3 (1997), pp.
267-290 (pp. 285-286);
J.
Manrique, Poesías completas, ed. M.
Á. Pérez Priego, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, pp. 154, 53 y 117; la boutade seguramente involuntaria de J.
R. Jiménez en «El
romance, río de la lengua española», Prosas
críticas, ed. P. Gómez Bedate, Madrid, Taurus, 1981, pp. 252-299 (pp.
253 y 252); R. Senabre, Capítulos de Historia de la
lengua literaria, Cáceres, Universidad de Extremadura,
1998, pp. 104-105,
y J. R. Jiménez, Diario de poeta y mar,
Buenos Aires, Losada, 19572, pp. 38, 68 y 102.
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