viernes, 9 de marzo de 2018

IX, 47. La regla de tres de Jorge Manrique


Corrían por el seminario de Julio Marconi —sí, el hermano del teórico Ataúlfo Marconi— aires de una nueva historia de la literatura. Historia que fuera ajena a los «viejos moldes retóricos de corte decimonónico (coherencia narrativa, flujo temporal lineal, períodos unitarios, transparencia del código empleado, neutralidad expositora, etc.)» con que había Santiáñez-Tió caracterizado a la ya manida y desgastada, mientras esperaba que un «historiador interesado en relatar la multiestratificación del tiempo» la superara con los recursos de la «narrativa experimental y modernista»: «pluralidad de voces, simultaneidad de escenas, polisemia, multilenguaje, montajes paralelos». Avivo el seso y recuerdo ahora el caso de las Coplas a la muerte de su padre con que, preparando esa venidera historia literaria reversible —o sustentada en las curvaturas del tiempo—, ensayaba Marconi.
Abominando de aquellas pelis de serie B en que consistían los contextos históricos, en cada una de sus explicaciones partía mi maestro de una generalización que seleccionaba por ser la más chocante de entre las posibles, según el criterio bíblico y científico de que sólo del caos se hacía la luz. Una vez elegida, en referencia al Génesis la llamaba Punto G o, si quería hacerse entender, The Big Bang Theory. De modo que al sostener que el quizá más memorable pasaje de las Coplas, el inicio de su tercera estrofa, versificaba una regla de tres,

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir,

Julio Marconi partía del punto G brindado por uno que al final de su explicación acabaría como contemporáneo de Jorge Manrique (h. 1440-1479): Juan Ramón Jiménez. Quien, allá por la década de 1950, fijó la identidad ríos = inspiración en su apotegma de que el mejor amigo del poeta es el río: «los poetas siempre han sido amigos de los ríos por el brotar palpable del agua, elemental como el de la inspiración». De ahí a ponerse estupendo y formular un axioma como pregunta retórica, mínimo palmo quedaba: «¿Acaso los ríos de cada país son los que determinan, con su cauce y su manera de caminar, este encauzamiento y este fluir de la corriente del idioma?». Desde tal lógica, la conclusión del silogismo se le hizo evidente: el «pie y paso» de la lengua española se forjó sobre el breve octosílabo, dado que los «ríos de España» «no son muy caudalosos». Quandoque bonus dormitat Homerus, apostillaba el horaciano Marconi: vamos, que hasta el bueno de Homero (o de Juan Ramón) tiene un día tonto.
Por caótica, la generalización fluvial juanramoniana era palanca que movía la explicación de mi maestro, que la entroncaba con una «identidad vida = río» que, «a juzgar por su recurrencia», era —aseguró Senabre— «metáfora de validez permanente en la literatura hispánica». Utilizándola, Manrique había vehiculado en apenas dos series octosilábicas el engranaje ríos = vidas y mar = x. Y resolvió esta regla de tres con el remate de un pie quebrado pentasílabo que despejaba la incógnita: x = morir. Este grado máximo de sucinta simplificación alcanza la más alta cota de eficacia comunicativa. Es decir, de poesía. Lo demuestra el que tan brevísimo fragmento lleve más de cinco siglos resonando en las memorias de sucesivas generaciones de lectores y bachilleres. Por eso Antonio Pérez Gómez, agregaba Marconi, había podido compilar sin despeinarse seis volúmenes de antiguas Glosas a las «Coplas» de Jorge Manrique (Cieza, La Fonte Que Mana y Corre, 1961-1963).
A tal éxito de público y crítica contribuyó, según mi maestro, el que los cuatro términos de la regla de tres manriqueña se hallen íntimamente asociados a la experiencia humana más radical. Que por eso mismo es la menos cotidiana. Razón por la que don Julio consideró que a la pobrísima —por facilísima— parodia de García Montero en las Coplas a la muerte de su colega (1983), «Nuestras vidas son los sobres / que nos dan por trabajar / que es el morir», le aguardaba el destino que la memoria reserva a objetos volanderos no identificados como el sustantivo sobres. Más o menos el de la papelera de la Historia al que fue a dar, si no a un primitivo tratado de ingeniería de caminos, canales y puertos, el resto de la mismísima estrofa tercera de Manrique, con sus señoríos y su trivial y tripartita clasificación fluvial de grandes o caudales, medianos y chicos ríos. Un derroche muy de la cansina retórica del siglo XV.
Como el mentado practicante de la zolesca o decimonónica poética de la experiencia, también Marconi había probado a rehacer la fórmula manriqueña, no buscando efímero aplauso en manifa pancartera de la umbralesca Santa Transición, sino para experimentar con los límites del lenguaje poético, una vez hubo aceptado la provisora y provisional hipótesis de que éste existiera:

Nuestros ríos son las vidas
que van a dar en la muerte,
inmenso mar.

Se tomaba muy en serio Marconi la conclusión de la Lingüística que hemos dado en llamar General, según la cual la linealidad de todo idioma es abolición de la simultaneidad del mundo. Y defendía —con Nadine Ly, «El orden de las palabras: orden lógico, orden analógico (la sintaxis figurativa en las Soledades, Bulletin Hispanique, 101.1 (1999), pp. 219-246 (sobre todo pp. 232-233)— que sólo una poderosa inteligencia artificial como la de Góngora pudo sortear esa abolición, componiendo en un desconcertante híbrido de latín y español. Así que el destilado recién citado de su laboratorio, satisfizo a Julio Marconi en la medida en que, al romper —como García Montero— la magia manriqueña, probaba que la de don Jorge era fórmula magistral que había sintetizado el todo simultáneo, o batiburrillo ríos-vidas-morir-mar, con una naturalidad extrañamente exenta —en pleno siglo XV— de maquillajes retóricos. Y contraria al usus scribendi del propio Manrique, que solía descolgarse con cosas de este jaez: «Es una muerte escondida / este mi bien prometido, / pues no puedo ser querido / sin peligro de la vida»; o bien:

Yo callé males sufriendo
y sufrí penas callando,
padescí no meresciendo
y merescí, padesciendo,
los bienes que no demando.

Por lo demás, el resultado muerte-mar de Marconi había quebrado la correlación mar-morir, que en la regla de tres manriqueña aprovechaba la analogía formal del sustantivo mar con, por ejemplo, amar, armar o incluso remar o transformar, para transmutarlo en un infinitivo, ese recurso de la conjugación que, contra la esencia del verbo, detiene el tiempo: mar es morir.
La restricción pentasilábica había por fin metamorfoseado, en el experimento de Marconi, la natural salida «que es el morir» en el recargado, por epitetizado, «inmenso mar». Añadía mi maestro que tal sintagma transfiguraba a este Manrique de laboratorio en Juan Ramón Jiménez o, lo que a todas luces era peor, en cualquier otro modernista desengañado que hubiera viajado, aunque no reciencasado, en barco. Es que, en efecto, a Juan Ramón le salían inmensos y mares como hongos: «¡Qué inmenso demostrarte, / en tu desnudez sola / —sin compañera… o sin compañero / según te diga el mar o la mar— […]»; «al oír la palabra alerta —¡muerte!— / dentro de la armonía de mi alma / —mar inmenso de duelo o de alegría— […]»; «[…] En inmenso par, / latirán el mar único / y mi corazón […]», etcétera. No: con las enseñanzas de mi maestro Marconi no pasaban las horas. Empero, el espacio de este post se ha consumido antes de curvarse como ellas.
A ver si en el siguiente.[1]

[1] Se sustenta esta literaventura en N. Santiáñez Tió, «Temporalidad y discurso histórico. Propuesta de una renovación metodológica de la historia de la literatura española moderna», Hispanic Review, 65.3 (1997), pp. 267-290 (pp. 285-286); J. Manrique, Poesías completas, ed. M. Á. Pérez Priego, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, pp. 154, 53 y 117; la boutade seguramente involuntaria de J. R. Jiménez en «El romance, río de la lengua española», Prosas críticas, ed. P. Gómez Bedate, Madrid, Taurus, 1981, pp. 252-299 (pp. 253 y 252); R. Senabre, Capítulos de Historia de la lengua literaria, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1998, pp. 104-105, y J. R. Jiménez, Diario de poeta y mar, Buenos Aires, Losada, 19572, pp. 38, 68 y 102.


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