lunes, 26 de marzo de 2018

XI, 12. Cartas finlandesas de Ganivet a Puigdemont


Cansaría menos acompañar al hiperactivo Puigdemont en sus andanzas europeas, que estar todo el santo día oyendo de sus huyendos. Con la noticia de que viajaba a Helsinki, y conociendo que en el pasado, que dura desde tiempos inmemoriales, ocurrieron tantas cosas que es imposible que no encuentren eco en el efímero presente, me acerco al ordenata —antes los libros se sacaban de las estanterías; ahora se bajan de una nube— para buscar las Cartas finlandesas (1898) de Ángel Ganivet[1]. Enseguida (pp. 2-3) despuntan las paralelas de la Historia: «a todos nosotros se nos mete en el cuerpo, juntamente con los primeros sobresaltos eróticos, una pasión violenta por conocer nuevas gentes y nuevos climas, sin duda para sacudir el yugo del amor […]»; o esta otra: «formé el propósito de callarme hasta el día 1.ºde octubre, que es el de la apertura de los centros docentes, y ese día abrir mi cátedra».
Ganivet, que antes de suicidarse en Riga había ejercido como diplomático en Amberes y Helsinki, no oculta que «mi bando» «es el de los neutrales o neutros, que se contentan con ser españoles a secas» (III, p. 27). Desde tal prisma, sus observaciones prefiguran tanto el muy hispánico procés —«en España se suele dar más importancia a los razonamientos que a la realidad» (IV, p. 34)— como la actitud de Puigdemont: «el oficio de proclamador de Constituciones es un tanto azaroso» (V, p. 46). Un quebradero de cántaros y cabeza, como señala la ahora profética carta I: «vivo en este país [Finlandia] a costa de España» y «aunque no haya ningún artículo de reglamento que me obligue a escribir a mis paisanos, no hay tampoco ninguno que me lo prohíba; de suerte que soy libre para pensar como pienso que estoy obligado, y, con el sueldo que me pagan, pagado». Tal modo de vida permite mantener el sostenella y no enmendalla: «Las ideas que los hombres tenemos deben ser como piedras […]»; si bien incluye certero anuncio de caducidad: «[…] y los cargos que ejercemos como cántaros: ocurra lo que ocurra, debe romperse el cántaro» (pp. 2-9).
El cónsul Ganivet pareciera haber escrito para la tocata y fuga nacionalista del ex president por Bélgica y Suiza: «No existen naciones de raza única, ni hay para qué atender a tan ridículos exclusivismos. Si se habla de pueblos latinos, ¿qué hacemos con Bélgica, donde hay flamencos, que son del grupo germánico, y valones, que son latinos […]; qué con Suiza, donde hay alemanes, franceses e italianos; qué con los flamencos franceses, tan apegados a su lengua tradicional como los belgas […]?» (II, p. 12). En todos sitios cuecen las habas de las crisis de convivencia entre comunidades: «Los dos Estados escandinavos unidos actualmente, Suecia y Noruega, no dan ningún espectáculo que permita pensar en la decantada fraternidad; pues hoy con un pretexto, mañana con otro, viven en perpetua discordia, poco más o menos como viviríamos en nuestra península españoles y portugueses si llegáramos a constituir la unidad ibérica» (II, p. 13). Ocurre así porque «no ha habido medio de organizar las naciones de tal suerte que cada una comprenda sólo una nacionalidad, es decir, un núcleo perfectamente caracterizado por rasgos propios: raza, lengua, religión, tradiciones y costumbres. Cada nación tiene el problema planteado dentro de casa» (III, p. 18).
Como ni la geografía ni la raza ni el idioma ni la historia sirven «para resolver la gravísima cuestión de la nacionalidad finlandesa» (III, p. 19), formada por «las tres razas dominadoras o dominadas del país: la rusa, la sueca y la finlandesa» (II, p. 15), se ha propuesto la «solución» «que es en nuestro tiempo la que está más en boga: el sufragio, el referéndum. Póngase a votación el asunto, que decida la mayoría absoluta o relativa, y no habrá más que hablar»; «acepto como si fuera lógico y sensato» tal método —dice Ganivet—, sabiendo que «es probable que saliera de las urnas la independencia nacional. No hay pueblo, por muy incapaz que sea de gobernarse, que no aspire a ser amo de su casa» (III, pp. 21-22). Pero ese como si fuera lógico y sensato tiene su colofón en la carta IV: «Yo soy ardiente partidario del sufragio universal, con una limitación: la de que no vote nadie», pues aunque «todos los hombres que viven en sociedad tienen derecho estricto a intervenir en el arreglo de los asuntos de interés común», cuando «notamos que la mayoría no sabe hacer uso de su derecho» y deriva «al azar», «cabe aconsejarla y persuadirla a que no use de él» (pp. 36-37).
Hay entonces que explorar otra solución, como la propuesta en la ucronía de Galdós. Aunque el federalismo sea como aquella «cocinera» que, «con pretexto de que los garbanzos han salido un poco duros, vuelca la olla por la ventana y deja a los invitados sin comer» (pp. 26-27), Ganivet trata en la carta III la solución federal: «para que no haya violencia es para lo que yo acepto la federación», siempre que se dirija «a la unidad», pues «la federación sistemática y permanente no va a ninguna parte», excepto hacia lo pretérito: «unida está ya Francia y casi lo está España, y hay quien pretende volver a la Edad Media para andar el camino dos veces». Ganivet aprecia el carácter reaccionario del federalismo progresista, tan opuesto, por ejemplo, al unionismo de la Revolución francesa: dado que «las regiones son organismos accidentales que cambian con el tiempo», la tarea de «reconstruir» «Cataluña, Aragón, Valencia, Murcia y Andalucía alta y baja» tal como fueron en el pasado, tiene el inconveniente de ser regresión sin frenos. ¿Por qué detenerse en la Edad Media y no ir «más lejos», hasta llegar a la «Tarraconense, Cartaginense y Bética»? Los dos viajes son «tan absurdo el uno como el otro, porque en ambos se da un salto atrás» (pp. 24-26). O sea: este es nuestro presente, y si no nos gusta tenemos otros pasados. Para tales andanzas reaccionarias no hacían falta alforjas.
O quizá sí.

[1] Cito, actualizando la ortografía, del ejemplar —que parece haber sido de Luis Rosales— de la edición no venal de Cartas finlandesas, digitalizado por la Biblioteca Virtual Andalucía (Granada, Vda. e Hijos de P. V. Sabatel, 1898). De esta primera edición deriva, con algunos cambios, la modernizada en Cartas finlandesas. Hombres del Norte, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999. Por su parte, Internet Archive digitaliza un ejemplar de la segunda edición (Madrid, Victoriano Suárez, 1905).


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