Abrir
un libro publicado en el pasado —o sea, un libro— es traspasar puerta que dará
en algún curvado pasadizo del laberinto del tiempo. Que trazan distorsionadas
líneas de historicidad. Un libro es, por tanto, peculiar objeto físico que
enlaza el efímero presente con puntos pretéritos conectados de modo cambiante entre
sí: una azarosa máquina del tiempo. A los mandos, cada sucesivo lector, que se
deja guiar por su propio o anacrónico manual de instrucciones. Sobrevolemos abismos
temporales, por experimentar la sensación, con la edición póstuma de Varias poesías, compvestas por don Hernando
de Acuña. Dirigidas al Príncipe don Felipe N. S., En Madrid, en caſa de P.
Madrigal, 1591[1].
En su tramo final figura el soneto tal vez más conocido —desde el siglo XIX— de
su autor, «Al Rey Nuestro Señor». Sea el punto [2] de la ruta del tiempo que
voy a considerar:
Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
la
edad gloriosa en que promete el cielo
una
grey y un pastor solo en el suelo,
por
suerte a vuestros tiempos reservada;
ya tan alto principio, en tal jornada,
os
muestra el fin de vuestro santo celo,
y
anuncia al mundo, para más consuelo,
un
Monarca, un Imperio y una Espada;
ya el orbe de la tierra siente en
parte,
y
espera en todo, vuestra monarquía,
conquistada
por vos en justa guerra:
que a quien ha dado Cristo su
estandarte,
dará
el segundo más dichoso día
en
que, vencido el mar, venza la tierra.
Esta
pieza de propaganda imperial y rimas banales se ha resistido a ser fechada, a
pesar del esfuerzo de historiadores que la fueron datando, sin ton, son ni
documento de contraste, en 1535, por 1540-1545, en 1547… Lo evidente es que la
compuso Hernando de Acuña, soldado de Carlos V y Felipe II, antes de morir en la
Granada de 1580. Y en un preciso momento de euforia: ese «vencido el mar» de su
cierre remitiría a la «jornada» (v. 5) del 7 de octubre de 1571, fecha de la victoria
de la «monarquía» católica (vv. 10 y 12) en la batalla naval de Lepanto.
Entonces, el rey receptor del poema sólo podría ser Felipe II, a quien se
augura la unidad del «orbe de la tierra» (v. 9) en torno al gobierno global que
formula el trimembre sobre el que pivota el soneto: «un Monarca, un Imperio y
una Espada» (v. 8).
Como
le ocurre a cualquier texto, este poema contrae relaciones con otras seriaciones
de palabras. Por su carácter político, lo vincularé ahora con un fragmento de
prosa administrativa que figura en el mismo volumen. Es el punto [1] de esta
excursión nuestra al pasado: el «Privilegio de Aragón» firmado por Felipe II un
29 de octubre de 1589 en El Escorial, que, al permitir a Juana de Zúñiga, viuda
de Acuña, imprimir las Varias poesías
también en «los Reinos de la Corona de Aragón», postula una aduana interna. Por
su inicial composición enumerativa, acompaña a esta licencia de edición un ritmo
que la aproxima a lo que trescientos años después de 1589 acabaría llamándose prosa poética, oxímoron que, inaudito e inexplicable
para Acuña y sus contemporáneos, fue quebrado por el paso de esos tres siglos:
Don
Felipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de Aragón, de León, de las dos
Sicilias, de Jerusalem, de Portugal, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de
Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorcas, de
Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los
Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas de Canaria, de las Indias
Orientales y Occidentales, Islas y Tierra Firme del mar Océano; […]
Real
fragmento real que dibuja confederativo mapa en crecimiento musical («de Dalmacia, de Croacia», «de
Córdoba, de Córcega», «de los Algarves, de Algeciras») que irradia, a partir
«de Castilla, de Aragón, de León», un imperio o agregación territorial por
herencias dinásticas (peninsulares o no) o por «justa guerra» —que decía Acuña—,
a uno y otro lado del Atlántico o «mar Océano». Su argamasa ideológica era lo
que don Hernando llamaba el «estandarte» de «Cristo».
Así
pues, la curva textual del tiempo conduce al lector de las Varias poesías de Acuña desde el punto [1], una suma de reinos con
un solo rey, hasta el [2], la aspiración —retóricamente forjada como vaticinio
(Ya se acerca…, ya…, ya…, en recuerdo del
iam… iam... de Virgilio)— de un reino unitario
y universal, esa otra forma de decir católico.
En cuanto textual, tal curva está sujeta a los vaivenes del GPS de la
interpretación anacrónica. Así, el soneto de Acuña fue forma arrimada, por el
fervor patriótico que va de Menéndez Pelayo al franquismo —lo recordó Maurer (pp.
36-37)—, al nacionalismo español, sustancia creada, como cualquier
nacionalismo, en el siglo XIX, y en consecuencia tan ausente como el concepto prosa poética del horizonte mental de
Hernando de Acuña.
Anacrónicamente
también, el punto [1], medievalizante o confederal, servirá de banderín de
enganche a las formas tradicionalistas de organización estatal española, ese río al que llaman Carlos: el archiduque
Carlos de la Guerra de Sucesión, los pretendientes carlistas del
XIX y sus actuales herederos, del PNV a Carles Puigdemont. Por su parte, el
punto [2], un venirse arriba imperial que, arrastrando la nostalgia de Roma, asegura
su reconstrucción inmediata (Ya se acerca…),
fue reconducido hacia el unionismo laico, forjador tanto del Estado-nación
decimonónico, progresista y liberal, como de la Unión Soviética y su ansia de triunfante
revolución proletaria mundial.
Ajena
a estos cambios anacrónicos, una esquina de Europa echó su cuarto a espadas (o a
«Espada») retorciendo la historicidad en la curiosa paradoja de transformar en
progresista el reaccionario punto [1], y en conservador el innovador punto [2].
El contradiós del carlismo progresista, esa contribución española a la global tendencia
anacrónica o antifilológica, que terminará por presentar como facha a la Revolución
francesa que triunfó sobre el Antiguo Régimen. Al tiempo.
Mientras
ya se acerca ese momento, es
obligatorio seguir discurriendo síntesis: ¿Estado federal con instituciones asentadas en
una capital? ¿Estado centralizado con capital e instituciones itinerantes? Con la
postmoderna administración electrónica, o sea, ubicua, esta segunda solución presenta
la ventaja de identificar memoria e imaginación.
La
ventaja, pues, de ser tan antigua como futura.
[1] Que citaré, modificando algo su puntuación,
por la edición de L. F. Díaz Larios: H. de Acuña, Varias poesías, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 328-329 [punto 2] y 83
[punto 1]. Para la fecha del soneto, sigo a C. Maurer, «Un monarca, un imperio
y una espada. Juan Latino y el soneto de Hernando de Acuña sobre Lepanto», Hispanic Review, 61 (1993), pp. 35-51,
quien descubre que se trata de «una traducción de un poema del humanista
granadino Juan Latino» sobre Lepanto, compuesta «alrededor de 1573» (pp. 36 y
45-49).
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