domingo, 29 de abril de 2018

XI, 14. Del asesinato como uno de los servicios públicos (1)


Lo mejor del librito, además de su excepcional título, Of Murder considered as one of the Fine Arts, es que lo leyó Borges. En las múltiples ocasiones en que cada día versan las conversaciones porteñas sobre teoría literaria, «es frecuente escuchar que a la mención de De Quincey, se sigue la frase: “sí, un escritor que le gustaba a Borges”», por lo que no extrañará la experiencia de un crítico argentino como Ledesma, quien, tras confesar que al leer al autor inglés «en textos que no se parecen a los de Borges», «les encontré algo “borgeano”», concluye: «No deja de ser asombroso de qué manera la lectura de un autor consagrado puede condicionar la de otros autores», revirtiendo «los términos de la influencia. La mediación de Borges determina nuestra recepción de Thomas De Quincey»[1]. No de otro asunto capital, la reversibilidad del tiempo, creo que tratara Borges.
Comparto la experiencia de Ledesma, una vez despojado el original inglés de las circunstancias mundanas que fijan su contexto histórico y bibliográfico: obsesionado por dos crímenes múltiples cometidos por un Williams en el Londres de 1812, De Quincey publicó los dos artículos de que consta Del asesinato concebido como una de las Bellas Artes en el Blackwood’s Magazine (febrero de 1827 y noviembre de 1839), a los que —como indica su traductor Loayza— sumó un Post scriptum «al recogerlos» en 1854, «con algunas correcciones», «en la edición de sus Obras Completas». La memoria de un lector es un puzle encajado por los retazos retenidos de sus lecturas; si no fuera un británico de mediados del XIX, sino acaso uno hispánico de principios del XXI, normal será que aplique la propia plantilla de percepción e interpretación de textos que es fruto de su rompecabezas. Y que se asienta sobre columna cuya base es Cervantes, patriarca de la modernidad, y cuyo capitel es Borges, fundador de la postmodernidad[2]. Por tanto, el asombro descrito por Ledesma sólo es tal si se considera la monótona sucesión inercial de los siglos; pero se esfuma cuando el asunto se contempla desde el zigzag de la memoria personal (y transferible) de un lector situado en algún punto de dicha sucesión. No menos asombroso resulta entonces el hecho de que la magia sea exclusiva hija del terrenal y pedestre, o cartesiano y contable, calendario.
Para lectores de principios del XXI, los educados al modo borgesiano, Del asesinato concebido como una de las Bellas Artes es, en su versión inicial de 1827-1839, una retahíla, cansina en sus digresiones, de asesinatos reales o fingidos, que son examinados, muy de pasada, como realizaciones de la historia del arte del crimen. Por bordear lo políticamente correcto en época victoriana, su prisma satírico precisó de un largo, pormenorizado y serio añadido en 1854. Entre las desenfadadas páginas anteriores a ese año, llenas de erudición, latines y circunloquios, se atisba uno de los esquemas esenciales en Borges: la invención de una sociedad secreta, unas ráfagas de humor distante, o sea, finísimo, la conversión de algunos fragmentos de autores clásicos en argumentos de relato ficticio y unas diseminadas frases agudas (es decir, memorables) con las que confeccionar una colección cínica. La basada en una inteligentísima alteración de los pasos lógicos que conforman el llamado sentido común.
Borgesiano resulta por tanto De Quincey cuando se le despoja de todo aquello que un lector detecta que no le resultó aprovechable a Borges: la hojarasca decimonónica, victoriana y de crónica periodística que ataba Del asesinato concebido como una de las Bellas Artes a sus circunstancias de origen. Barrida esa hojarasca, el librillo queda en condiciones de ser anacrónicamente empleado para que se expliquen su propio mundo los lectores actuales. Quienes de sobra saben que tal explicación no puede ser eficaz si no es borgesiana. Si el ensayo satírico, pues, no se simplifica en cuento fantástico. Pues mide la eficacia comunicativa en el siglo XXI una razón gracianesca (Lo bueno, si breve, dos veces bueno), directamente proporcional al reducido espacio que ocupe el mensaje: el titular, mejor que el ensayo satírico; el haiku, mejor que la elegía; el meme, mejor que el mural; el cuento, mejor que la novela; el aforismo, mejor que el cuento; el lema pancartero, mejor que el aforismo. Se inscribe en este plan jibarizador o tuitero que titulares, haikus, memes, cuentos, aforismos y lemas deban ser, además, sorprendentes.
Es que nuestra cansada postmodernidad precisa de emociones fuertes e instantáneas (mejor un cien metros lisos que una maratón); así que es, si bien se mira, otra derivada de los límites de la memoria humana. Que se verifican, como siempre, en la literatura. Ésta es lo que queda de sí misma en la frágil imaginación o memoria, una vez perpetrada conveniente operación descontextualizadora. Por eso, Del asesinato concebido como una de las Bellas Artes, o cualquier obra, da en antología. O en la antología de la antología que representa su fragmento más memorable o impactante:

Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento.

El contexto (o cotexto) que, olvidado, circundaba a ese fragmento, es el del autor ficticio de la conferencia en que consiste el artículo de 1827, pronunciada ante la secreta e internacional Sociedad de Conocedores del Asesinato, que, al publicar en 1839 el segundo artículo, ensaya una peculiar retractatio: presentándose no más que como aficionado al asesinato en tanto arte, sostiene que jamás ha matado a nadie. Lo prueba que, en cierta ocasión, entrevistó a quien se le ofreció como criado suyo; al aducir como mérito su pasado de asesino, el candidato requirió mejor sueldo para estar en disposición de emplearse, en caso de que se le requiriera, como sicario. El autor rechazó la propuesta:

«[…] Mucho puede el genio, pero el prolongado estudio del arte otorga siempre el derecho a ofrecer un consejo. Hasta aquí puedo llegar: me atrevo a sugerir principios generales. Pero, en lo que respecta a los casos particulares, le advierto de una vez por todas que no quiero saber nada. No me hable nunca de una determinada obra de arte que esté meditando: me opongo a ello in toto. Si uno empieza por permitirse un asesinato, […]. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento. Principiis obsta: tal es mi norma.» Esto fue lo que dije, ésta fue siempre mi manera de actuar y si esto no es ser virtuoso me gustaría saber lo que es.

Pero la literatura no triunfa —es decir, no perdura— como moralidad, ni aun entre victorianos puritanos, sino como combinación inaudita de palabras. De ahí que este contexto que acabo de recordar o citar, haya desaparecido de las memorias que leyeron.
Sirva esta nota como introducción para el mediático caso que abordaré en la siguiente: el que, transcurrido en el primaveral Madrid de 2018, ha copado y ocupado, desde hace un mes, los volanderos pantallazos digitales.
Ese borgesiano libro de arena.

[1] J. Ledesma, «Entre De Quincey y Borges. Metodología crítica en literaturas comparadas», Anclajes, 8 (2004), pp. 153-180 (pp. 165-166). Sostiene Ledesma que una constante en Borges fue declarar «que desde su primer contacto nunca dejó de releer a De Quincey con asombro y felicidad», porque encarnaba al «escritor intelectual»: el que, como afirmó el autor argentino, «no ha eliminado ciertamente el azar, pero ha rehusado, en lo posible, su alianza incalculable». Y así, a parar a Borges fue su «uso sistemático de ciertos procedimientos reveladores de autoconciencia, como la ironía, la atribución errónea, el apócrifo, la argumentación casuística y el anacronismo». También el epígrafe que encabeza Evaristo Carriego (1930), «una cita violentamente recontextualizada» de De Quincey (Writings, XI, 68), que funciona «como un lema» «de la poética» de ambos autores: «...another mode of truth, not of truth coherent and central but angular and splintered»: «[...] otra forma de verdad, no una verdad central y coherente sino angular y astillada» (pp. 157 y 159-160). Citaré por Th. De Quincey, Del asesinato concebido como una de las Bellas Artes, trad. L. Loayza, Madrid, Alianza, 1985.
[2Para las relaciones entre ambos, esencial resulta el capítulo de mi maestro G. Haley, «Borges y Cervantes: la creación de un precursor» [1986], Indagaciones. Nueve estudios sobre textos e intertextos áureos, Málaga, Universidad, 2006, pp. 163-180, que tiene en cuenta «ese proceso de inferencia progresiva que es la contribución del lector a la actualización del texto» (p. 164).


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