Ante
la Sociedad de Conocedores del Asesinato, De Quincey hace disertar a su
conferenciante de 1827: «En este mundo todo tiene dos lados. El asesinato, por
ejemplo, puede tomarse por su lado moral (como suele hacerse en el púlpito y en
el Old Bailey) y, lo
confieso, ése es su lado malo, o bien cabe tratarlo estéticamente —como dicen los alemanes—, o sea en relación con el
buen gusto» (Del asesinato considerado como una de las
Bellas Artes). El aserto resultará insuficiente a ojos de los venideros
cubistas, y por completo banal después de la discusión relativista sobre el
baciyelmo (Don Quijote, I, 45); pero, a pesar
del déficit de su tan simplista binarismo, partamos de él para recorrer otro ya
famoso jardín
de senderos que se bifurcan.
No
era infrecuente, entre Los Inmunes a la Ley de la Gravedad, el cultivo de una
práctica digna de hidalgos anarquistas: adornar cada respectivo currículum con
ficciones académicas. Aquella sociedad secreta e interpartidaria, que la moda
nominalista apellidaba think tank y
el corrosivo sarcasmo del hartazgo ciudadano rebautizó como gin tank, andaba especializada en
convertir a sus integrantes, graduados en lo que solían fatuamente apellidar la Universidad de la calle, en doctores,
licenciados y requetepasteurizados en las más llamativas y colganderas ramas
del conocimiento. Un crimen social si cotejada tal
práctica con el esfuerzo que miles de estudiantes de verdad dedicaban a sus
carreras. Pero más allá de este mohín melodramático y lacrimógeno, los electores nunca tomaban
cartas en el asunto y continuaban con la práctica de votar inercialmente: cada
uno de ellos, a los míos. Natural
entonces que a los socios de Los Inmunes a la Ley de la Gravedad les sobrara el
mundo.
No dudaban, por consiguiente, en inscribir sus fechorías extracurriculares en webs
públicas y transparentes. No tanto porque el CV falso sea, frente por ejemplo
al diario, exigente subgénero que requiere de concurrido auditorio, sino en el
bien entendido supuesto de que nadie se tomaría la molestia de revisar lo que
saliera de esas mismísimas webs. Hasta —claro— que un benemérito compañero de
partido se chivaba del desaguisado. Entonces, el Departamento de Filtraciones
de Aguas Residuales de la redacción periodística agraciada, firmaba el
correspondiente informe, que encajaba a machamartillo en el género sublime del reportaje
de investigación o al menos en el de cumplido refrito de registros guguelianos[1]. Así habían ido desfilando, sorprendidos con
su particular carrito del heláo, cienes y
cienes de Los Inmunes. Frente a los integrantes ultrapirenaicos y protestantes
de aquella secreta sociedad, que solían dimitir en dicho trance los muy flojos,
los españoles se mantenían aferrados al silloncete, amparados en la costumbre
secular de que los pecadillos confesados, mediante bisbiseo metafísico y
coleguil como entre-tú-y-yo, quedaban redimidos ipso facto. Validaban de aquel modo, pero que muy científicamente, la
hipótesis de que con ellos no iba la ley de la gravedad, y en consecuencia no
caían nunca.
El
conferenciante de De Quincey clausuraría en una fase así el momento del juicio
moral. Pues, suponiendo que el crimen «ya se ha cometido», que por tanto «la
pobre víctima ha dejado de sufrir» y «que el miserable asesino ha desaparecido
como si se lo hubiese tragado la tierra» (o, añadamos, que el mentiroso se ha
ido de rositas); y ya puestos, suponiendo además «que hemos hecho todo lo que
estaba a nuestro alcance, estirando la pierna para poner una zancadilla al
criminal en su huida, aunque sin éxito», entonces, «¿de qué sirve aún más
virtud? Ya hemos dado lo suficiente a la moralidad: ha llegado la hora del buen
gusto y de las Bellas Artes»: «Tal es la lógica del hombre sensato». No en
vano, siendo a esas alturas «imposible sacar nada en limpio para fines morales»,
queda estudiar «el caso estéticamente». Todo ventajas, pues de esta manera
secamos
nuestras lágrimas y quizá tengamos la satisfacción de descubrir que unos hechos
lamentables y sin defensa posible desde el punto de vista moral resultan una
composición de mucho mérito al ser juzgados con arreglo a los principios del
buen gusto.
Traspongamos
estos principios al asunto que nos ha ocupado como sociedad, hasta que la
siguiente escandalera periodística nos hizo olvidarlo. Consideremos aquí asesinar
con la segunda acepción que la Docta Casa explaya: «Causar viva aflicción o
grandes disgustos». O, aún mejor, con la tercera, pintiparada para los
especialistas en trabar currículos académicos falsos: «Dicho de una persona en
quien se confía: Engañar en un asunto grave». Y examinemos así el asesinato ya
no como una de las Bellas Artes, sino como un servicio público de los que figuran
en el catálogo de nuestros Estados del bienestar.
Esa
conquista.
[1] M. Pucnik, «Los
falsos doctorados de Rahola», El
Mundo, 5-2-2014; J. Viúdez, «Otros
políticos con currículos engordados», El
País, 28-1-2015; A. Riveiro, «Siete
casos que demuestran que falsear el currículum no es algo nuevo en la política
española», eldiario.es, 2-4-2017;
«Cifuentes
y otros casos de políticos con “problemas” con sus currículos», Público, 21-3-2018; A. Gómez, «Las
dudas en los currículos de los políticos por las que en Europa se dimite», La Información, 5-4-2018; «La
lista de los currículos falsos del PSOE que deja como un tonto a Pedro Sánchez»,
Periodista Digital, 8-4-2018; «Estos
son los currículos falsos de los políticos», La Nueva España, 13-4-2018; S. Quitian, «Otros
políticos que falsearon su currículum y cómo acabaron», La Vanguardia, 14-4-2018; R. Pérez, «La plaga del currículum falso», Abc,
16-4-2018; J. Ventura, «Así
falsean los políticos sus currículos, una clase política muy mentirosa y
“remasterizada” […]», Extraconfidencial,
18-4-2018. Etcétera…
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