domingo, 21 de abril de 2019

XII, 1. Una historia cuántica o cubista de la literatura


En el origen de la intriga, la ignorancia. Por eso, dadas mis múltiples lagunas —que van de la Física a la Teología—, me desconcierta aquella anécdota de Einstein y «el más íntimo de sus amigos», el científico Michele Besso, que «al final de su vida se mostró preocupado cada vez con más intensidad por la filosofía, la literatura, todo aquello que teje el significado de la existencia humana», y por eso inquirió sin descanso a Einstein sobre la irreversibilidad, asunto que éste zanjó afirmando que «la irreversibilidad no es más que una ilusión, suscitada por condiciones iniciales improbables». Más intrigante me resulta desde siempre —¿desde siempre?— otra de sus observaciones, redactada con motivo de la muerte de Besso: «Para nosotros, físicos convencidos, la diferencia entre pasado y futuro no es más que una ilusión, aunque sea tenaz» (C. Mataix, «Ilya Prigogine: tan sólo una ilusión», A Parte Rei. Revista de Filosofía, 28 [2003], pp. 1-5).
Hace tiempo —¿Hace tiempo?— que sostengo que la historia literaria es reversible. Así, en «Hacia una teoría filológica de la temporalidad reversible. (Con un soneto plurifuncional de Lope y otros casos de la historia literaria española)», AnMal Electrónica, 27 (2009), pp. 19-68. En sintonía, pues, con los postulados einsteinianos (y de Curtius y de Diego). Una historia que extrae de ella lo irreversible es, sencillamente, una historia que ha decidido abolirse a sí misma. O tal vez contarse de otra manera, más acorde con la complejidad del mundo del que forma parte. Y al que conforma.
Después de Einstein, no son muchos los críticos e historiadores de literatura española que han experimentado la misma intuición. Llámese, con palabras de Gerardo Diego —el primero que, según veremos, trabajó con ella en el laboratorio de la biblioteca—, enajenación interpretativa. Aunque también —si supiera— podría denominarse interpretación cuántica o quizá cubista. Que dio en el procedimiento de hallar, en textos pretéritos, formas actuales del arte literario. Tal proceder fue, desde los einsteinianos años 20 del siglo XX, signo de los tiempos —si lo indico a lo Salinas— o del espíritu de época —si lo escribo a lo Machado o decimonónico—. Trazaré brevemente algunos de sus jalones en el medio siglo que va de 1937 a 1986.
A su Historia de la literatura española (Barcelona, 1937), llevó Ángel Valbuena Prat este recorte de fragmentos poéticos del pasado para hacerlos vanguardistas. Mucho antes de las décadas iniciales del siglo XX, Juan de Mena fue, así, «el primer poeta puro», autor de «una frase insustituible: “La gran disciplina de la poesía moderna” en el poema de significativo título Claro-escuro». Y para entender el «apriessa cantan los gallos e quieren crebar albores» del Poema del Cid, «sería sugestivo pensar» —sostiene Valbuena— «en una adivinación creacionista». José Lara Garrido sintetizó esta forma de interpretación reversible: «la historia deviene un espejo […] constituido en el presente para acceder a cuanto el pretérito tiene de preparación viva de la contemporaneidad» («La Historia de la literatura española (1937) de Ángel Valbuena Prat. Ensayo de deslindes sobre el método historiográfico y la construcción crítica», en Lienzos de la escritura, sinfonías del recuerdo. El magisterio de Ángel Valbuena Prat, ed. D. González Ramírez, Málaga, Universidad, 2012, pp. 231-337 [las citas, en pp. 296-297]).
En la misma línea, y tratando en 1952 sobre «San Juan de la Cruz, poeta contemporáneo», Carlos Bousoño estableció que el carmelita se había adelantado en varias centurias al irracionalismo poético del siglo XX (Teoría de la expresión poética, Madrid, Gredos, 1966, pp. 182-204). Y Gabriel Celaya adujo en 1963 el caso de Herrera, cuya obra es poesía pura en cuanto «revelación de lo que las palabras son». Por eso la emparejó con Mallarmé, citando al Herrera teórico de las Anotaciones a Garcilaso: «como dice Tulio [Cicerón], los poetas hablan en otra lengua», una que «es abundantíssima i esuberante i rica en todo, libre i de su derecho i jurisdición sola, sin sujeción alguna» («Primera etapa. La poesía pura en Fernando de Herrera», Exploración de la poesía, Barcelona, Seix Barral, 19712, pp. 13-77).
Los casos de Valbuena, Bousoño y Celaya no son sino derivadas de una —apodémosla así— teoría general de la relatividad vanguardista, basada en las «burlas con el tiempo y con el espacio» a que fue dado Alfonso Reyes, como la de encontrar «una jitanjáfora en Las suplicantes de Esquilo» (La experiencia literaria. Ensayos sobre experiencia, exégesis y teoría de la literatura, Barcelona, Bruguera, 1986, pp. 245 y 251). En 1961, Reyes había expuesto en El Polifemo sin lágrimas «su método poético de deconstrucción» (Á. Dávila, «El neobarroco sin lágrimas: Góngora, Mallarmé, Alfonso Reyes et al, Hipertexto, 9 [2009], pp. 3-35 [p. 18]): «como embriagado por la belleza de Galatea», la gongorina,

me entrego a descomponer y recomponer por mi cuenta el examen de sus atractivos, en enlaces y cruces, en nuevas síntesis metafóricas, tránsitos oblicuos entre las imágenes y los mitos; de suerte que, aunque opero con objetos de la tradición más rancia, los rejuvenezco al invertir sus relaciones, complaciéndome en entrechocarlos.

Góngora —ese redescubrimiento de la Vanguardia— se encuentra asimismo en la raíz de los experimentos de Francisco Rico, para quien, animado por el juego irónico de la interpretación enajenante, «La literatura es un ir y venir entre la memoria y la historia», movimiento en que «La tradición […] determina la percepción». Así sucede con «El gongorismo de Ovidio»: teniendo Góngora por «estilo entrincado» el ovidiano, tal «opinión […], con su regusto y referencias escolares, inclina a preguntarse si una parte nada desdeñable de los recursos estilísticos más rotundamente gongorinos no será también, en ciertos aspectos, resabio de una forma poco madura de saber latín. Si lo es, o felix culpa!» (Primera cuarentena y Tratado general de literatura, Barcelona, El Festín de Esopo, 1982, pp. 141, 143 y 109-110).
En cuanto a otra suerte de reversibilidad o —dicho termodinámicamente— entropía que conduce a un sistema hacia el equilibrio final, en que la energía se apaga, en Poética se llama simetría, sobre la que dicta la acumulación teórica que

el poema empezó por ser un objeto verbal forjado para mantenerse en la memoria (para ser ahí releído, recitado y aun, si se quiere, redicho); y por ello se dispuso como una red de vínculos capaces de lograr que la evocación de un solo elemento arrastrara a la evocación simultánea de todos los restantes […] con el luzbélico empeño de introducir también en el lenguaje humano la fascinante invención divina de la simetría.

Simetría que en el plano histórico es el resultado de leer primero a un autor contemporáneo y luego a otro más remoto, y establecer en ese orden, y entre ellos, una «red de vínculos» que reduzca la distancia temporal a una mínima, medida ya no en centurias, sino en los centímetros que separan ambos libros en el anaquel de una biblioteca cualquiera. Pues la medición cuántica altera lo observado. Tal es lo que pudiera aprenderse al acabar con éxito el siguiente «Ejercicio» de Rico: «Redáctese un trabajo de unas cinco holandesas (mecanografiadas) sobre la influencia de César Vallejo en los sonetos de Quevedo, cuenta habida de que la crítica literaria es siempre válida si es válida literariamente» (Primera cuarentena y Tratado general de literatura, pp. 142-143). Una vanguardista historia literaria, por tanto, prescindirá de la ordenación seriada de siglos.
Es una necesidad cuántica o cubista que debería iniciarse con alguna antología inteligente.





No hay comentarios:

Publicar un comentario