domingo, 6 de octubre de 2019

I, 25. Lenguaraces perrillos de compañía


«Asimismo, pensarían que no quince días de unas vacaciones […] en acabarlo me detuviese, como es lo cierto; pero aun más tiempo y menos acepto»: en este alto ejemplo de «El autor a un su amigo» con que se abre Celestina, aproveché otras vacaciones, las del pasado y efímero mes de agosto —cálido y más corto que el gélido febrero—, para terminar de escribir un libro sobre literatura sexual española. Por celebrarlo, añado ahora un nuevo capitulillo a la serie I de Literaventuras, «A su can se acerca una muchacha», con que inauguré este blog.
En su momento vimos que el perro se movía en el código cerrado de la literatura sexual al menos desde «el can que mucho lame» y «sin dubda sangre saca» del Libro del Arcipreste de Hita, 616. También a Juan Ruiz debemos la siguiente copla:

Un perrillo blanchete con su señora jugava;
con su lengua e boca las manos le besava,
ladrando e con la cola mucho la falagava:
demostrava en todo grand amor que la amava.
(Libro, 1401)

Cazándola al vuelo, F. Lecoy notó que tal estrofa constituía una «brève mais suggestive description» (Recherches sur le «Libro de buen amor» de Juan Ruiz, Paris, E. Droz, 1938, pp. 134-135). Y tanto que sí. Los filólogos somos gente amiga de mucho relacionar; por eso J. Fradejas Lebrero («Tres notas a Miguel Delibes», Castilla, 2-3 [1981], pp. 23-30 [pp. 24-25]) vinculó ese pasaje con el Cant LXIV, iv de Ausias March (1397-1459): «Lir entre carts, ab milans caç la ganta / y ab lo branxet la lebre corredora» (Obra poética completa, ed. biling. R. Ferreres, Madrid, Castalia, 1982, I, pp. 346-347: «Lirio entre cardos, con milanos cazo la cigüeña / y con el braquete la liebre corredora»). Y explicó que ese «cazar la liebre con un branxet», es decir, con el mismo «blanchete» del Arcipreste o «perrito faldero, pequeño, quizá perrito blanco de Malta», era vieja añagaza por la que el cazador se ocultaba tras otro animal —o se disfrazaba de él— para cobrar su pieza. Infrainterpretando por ignorancia, a Ferreres le parecía esta modalidad de caza tan «absurda» como la de Arnau Daniel: «e chatz la lebre ab lo bou» (March, Obra poética completa, I, pp. 54-55: «y cazo la liebre con el toro»).
Por descontado, liebre y toro designan, en ese verso del trovador provenzal del siglo XII, no precisamente a una liebre y a un toro, de modo que la escena es menos surrealista que naturalista. Quiero decir que en el plano patente que trata de lo cinegético, resulta en verdad absurdo, si no patético, esconderse tras perrito faldero o transfigurarse en él para cazar; a no ser que Arnau Daniel y también Ausias, cuyo Cant LXIV habla del «tiempo» en que «todo animal irracional requiere amor» y él, «desnudo», «la pasión de Ramos canta», comuniquen un segundo sentido, latente y sexual, que por ejemplo coincidiría con el de estos versos de Quirós, poeta cancioneril del XV: «y sin manta ni almohaça [‘pene’] / jamás [‘siempre’] liebre se me esconde» (cito por Á. Alonso, «Gómez Manrique, Narváez y Castillejo: ¿poesía obscena?», en Nunca fue pena mayor. Estudios de literatura española en homenaje a Brian Dutton, ed. A. Menéndez y V. Roncero, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 1996, pp. 27-33 [p. 31]).
Como el de la caza de amor, el motivo sexual de la dama y su perrillo de tan grata compañía es de duración estructural. Por eso desde el siglo XIV llega hasta el XVII. En El Rosal (h. 1616-1627), Rodrigo Fernández de Ribera incluyó su epigrama «A una dama flaquísima, que invió a pedir unos guantes de cuero de perro» (I, 72): «Escoged, Ana, otro cuero», pues «juzgo por muy gran yerro / inviar guantes de perro / para unas manos de gato», en tanto que «riñirán los guantes dos / por los de dos de las manos» (J. Lara Garrido, «El Rosal, cancionero epigramático de Rodrigo Fernández de Ribera: edición y estudio del Ms. 17524 de la Biblioteca Nacional de Madrid (con algunos excursos sobre problemas de transmisión y edición de las poesías de Baltasar del Alcázar) II», Voz y Letra, 4.2 [1993], pp. 51-104 [p. 61]). En ese poemita, y activadas por el signo reñir, ‘mantener un coito’, operan las muy antiguas transferencias sexuales perro-hombre y gato-mujer, esta segunda empleada por Lope, y no sólo en La Gatomaquia (A. L. Martín, «Erotismo felino: las gatas de Lope de Vega», AnMal Electrónica, 32 [2012], pp. 405-420).
En el redundante encuadre infierno-cielo = ‘vagina’-‘vagina’, del diminuto espacio de otro de sus epigramas, «A una dama, por un perrito que tenía en las faldas» (El Rosal, I, 59 = Lara Garrido, p. 59), el mismo Fernández de Ribera agolpó cuatro conmutadores o signos de sentido sexual más, jardín, ‘vulva’, y el trío de contigüidad conceptista ardor-canícula-perro:

Si de tu infierno portero
un perro has hecho fïel,
mira bien que es, Isabel,
pequeño para Cerbero;
pero ya te considero
jardín de que es velador,
mas, por tu luz y su ardor,
no será muy grande yerro
pensar que en tu cielo el perro
la canícula es de amor.

Animalillo hermano del que hizo compañía a cierta dama que con él se consolaba de su mucha soledad: «Yace aquí Flor, un perrillo / que fue» «lamedor de culantrillo» (Góngora, «De un perrillo que se le murió a una dama, estando ausente su marido», 1622). Décima muy bien estudiada, y no sólo en la dimensión del eufemístico culantrillo, por G. Poggi («Entre eros y botánica (la décima Yace aquí Flor, un perrillo)», en Góngora y el epigrama. Estudios sobre las décimas, ed. J. Matas et al., Madrid-Frankfurt, Universidad de Navarra-Iberoamericana, 2013, pp. 189-205) y N. Ly («Entre flor y flor (De unas propiedades de la palabra flor en la poesía de Góngora)», Creneida, 1 [2013], pp. 81-133 [pp. 87-93]).
Ah, la lengua, ese otro tabú sexual (J. I. Díez Fernández, «Pequeña puerta de coral preciado: ¿con lengua?», Calíope, 2 [2006], pp. 33-56). Que de Juan Ruiz a Luis de Góngora, fue durante siglos ocultándose tras las de unos perrillos de compañía.
Tan juguetones como —diciendo sin decir— lenguaraces.


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