domingo, 27 de mayo de 2012

VII, 3. Filólogos necesarios

La cosa empezó donde ahora comienza casi todo: en Facebook, esa exitosa colección de cromos y electrónicos graffiti que se halla en trance de alcanzar la gloria de la apuesta a todo o nada, la temblorosa epifanía de la burbuja bursátil. En tales arenas movedizas del espacio virtual emergió, allá por enero del 2010, «Los filólogos somos necesarios. Que parece que no, pero sí», muro que gestionan anónimos administradores. Casi veinte mil paseantes virtuales por el Libro Enrostrado van de amigos en la susodicha página. Un personal.
Plaza, pues, de quedada para estudiantes capigorrones, amantes y curiosos de las lenguas y las letras, desocupados lectores, señoras y señores informales, expertos en erratas, sabedores y subidores de chistes de Forges, catedráticos del aire, tuneados tunos y tunos tuneados, intercambiadores solidarios de noticias y ofertas de trabajo, cazadores de prevaricaciones lingüísticas, apasionados de los textos, avistadores de neologismos, arcaísmos, barbarismos y demás fauna feliz y fugaz de palabras que de todos son porque a nadie pertenecen… El puzle o mosaico de «Los filólogos somos necesarios…» terminará diseccionado y disecado por detenidos análisis. Al tiempo. Ya saben: los paisajes lingüísticos, la lengua viva y todo eso.
En vista se ve que del rápido éxito, alguien decidió siete meses después, con los / las calores de agosto del 2010, alumbrar un blog que fue cristianado con el mismo título del original: Los filólogos somos necesarios. Que parece que no, pero sí. En ese repositorio —así lo pronuncian ahora los enterados de lo in, los finos y los finólogos— han ido colaborando varias firmas durante los últimos dos años. Pero también en esto de la Red hay castas: si en Facebook se cuentan por miles los seguidores, en el blog apenas pasan de trescientos. Es que repasar unas cuantas líneas más o menos ocurrentes y mirar algún colorín, pues vale, pero afrontar posts de más de tres párrafos… El fragmentarismo postmoderno de la Red ha calado incluso en los sufridos filólogos, cuya tarea principal dizque era la de leer.
En el blog se encuentran interesantes intervenciones, como «El filoqué» («Estudias ¿filoqué?», nos habrán preguntado a todos los que una vez cometimos la provocación de matricularnos en Filología); o como «4.400 días después», sobre la funesta manía de no devolver los libros prestados. Por supuesto, no podía faltar («La Filología, una cuestión de límites») el clásico temita del para-qué-sirve-un-filólogo. Asunto sobre el que yo suelo contestar como un buen amigo mío: hable usted con mi administrador.
La última entrada del blog, del 25 de abril del 2012, anunciaba la creación de una nueva web: los filólogos.com, así, con tilde y todo. El estreno que hoy reseño. La capacidad de trabajo e innovación de quienes se aplicaron a la aventura ha dado en este útil y plural espacio que conjunta noticias, aportaciones de foro, convocatorias y comentarios, enlaces a «Los filólogos somos necesarios…» en Twitter y Facebook. Incluso una revista digital, Esdrújula, también surgida del blog, y cuyo comité de redacción va formado por —supongo al leer sus presentaciones— un jolgorio jubiloso y juvenil de licenciados y no alumnos, sino estudiantes: los de verdad interesados en sus materias idiomáticas y literarias. Más necesarias, es la verdad, que nunca.
Ánimo y adelante, desconocidos y queridos colegas, con la indispensable Filología, esmerada herramienta para comprendernos en el cada minuto que pasa más ancho espejo del pasado cuyas voces y ecos hemos de aprender a escuchar e interpretar.

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