¿Y si la historia contara no lo que ha pasado, sino lo que debiera haber ocurrido? ¿Y si su hilo conductor no fuera la providencia o intervención de las divinidades en nuestro mundo? ¿Ni el nacimiento y desarrollo de las naciones tal que entes biológicos? ¿Ni el presupuesto progreso de la humanidad? De hecho, habiendo como hubo historiografías cristiana y nacionalista y marxista y etcétera, los nada neutrales relatos resultantes seguro que no siempre han contado lo que pasó, sino lo que las diversas ideologías vieron, creyeron o quisieron que hubiera pasado. O sea: por qué no un hilo conductor como la literaturización o incluso la felicidad.
Abierta con el lema «Aquí que no peco», la Historia lógico-natural de Confusio formaba ya «catorce tomos tremendos»: «aquel rimero de papel que tiene en el suelo junto a la mesa», donde el autor «ha metido casi la mitad de este siglo» XIX y «ha suprimido las calamidades del reino» (Galdós, Prim, XXVII, 178). En efecto, Confusio «altera fechas y lugares, escamotea las figuras que le estorban, crea las que le convienen, infunde la vida en los organismos moribundos, todo lo embellece, todo lo ilumina» (IX, 64). El siguiente era su principio historiográfico:
Yo abandono el ambiente putrefacto que nos rodea; saco mis pies de este lodo de los hechos menudos, y subo, señor mío, subo hasta que mis oídos pierden el murmullo terrestre, y mis ojos el falso brillo de las mentes barnizadas de verdades. Yo subo, señor, y arriba escribo la Historia lógica, y pinto la vida ideal. Mis lectores no son de este mundo (XXVIII, 183).
Por eso Teresa Villaescusa es que no se enteraba. «Tus ojos pecadores no ven la verdad», le contesta Confusio (o Santiuste). Que explica: «Compongo la Historia lógica y estética, estudiando los acontecimientos, no en la superficie, sino en el fondo»: «la Historia de España escrita por los orates» (XXXIII, 209). Frente a «la Historia ilógica y artificial» (XI, 79) o «Historia fea y prosaica» (XIV, 102) de los historiadores la mar de objetivos, donde el «vano ruido de los principios» «no ahoga la música rítmica de los hechos» (XXIV, 156), la Historia lógico-natural de Confusio, «entendedor supremo de las cosas que no han pasado y deben pasar, o de lo que debiendo ser no es» (XVIII, 127), desprecia «las verdades puercas» y se basa en las «sublimes» (IX, 63), de modo que es «historia tan bonita, que casi no parece mentirosa» (X, 73): «historia estética y soñada» (XIV, 102).
Por eso, «aun siendo mentiroso lo que escribe, ha de gustar mucho cuando se imprima y pueda leerlo todo el mundo… pues harto hemos llorado ya sobre las verdades tristes…» (XXVII, 178). Su lector Beramendi recomienda a quien, como le pasaba a Teresa, no entiende: «Abstráete, y llegarás a ver en esta historia algo tan substantivo como los mismos hechos. Todo es cuestión de ver hacia fuera o ver hacia dentro…» (XI, 75).
En todo caso, en el siglo XXIX… todos calvos: «Figúrate que han pasado mil años»; entonces, si se mantienen dos versiones historiográficas del proceso decimonónico, supongamos la oficial y «la de Confusio», esta «será más leída, y acabará por gozar concepto de única historia verdadera… Y si así no fuese, tendremos otra cosa mejor, y es que los caballeros de 2864 no se cuidarán de averiguar cuál es la verdadera o cuál la falsa, porque una y otra les importarán como un higo chumbo» (XI, 75).
Apreciación de Beramendi en que se nota, como en otros muchos lugares de Prim, que Galdós fue empedernido cervantino. Cerrándose esa novela, Confusio acaba viendo, en los restos de una batalla reciente, «cadáveres fingidos», «hombres que hacen que se mueren»; Teresa Villaescusa es que no puede más: «con tu imaginación enferma trabucas las formas reales»… «Quítate allá, Juan… Eres loco». A lo que, como don Quijote o Yavé, responde Juan Santiuste: «Soy lo que soy» (XXXIII, 208-209).
Una forma pura, es de creer.
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