Convengamos en el siguiente esquema, que de algún modo hay que empezar el capitulillo:
desnudo femenino + mitologismo + perro = Tiziano
Esta ecuación Tiziano va a operar en la posteridad, si bien matizada por otras muy siglo XIX. En su momento nos detuvimos en una de ellas, que podría ahora formularse así:
Tiziano – mitologización + cotidianeidad = Courbet
Muy siglo XIX es también la fotografía. Debida al abogado Eugène Durieu, la que se conoce con el título facticio de Mujer desnuda sentada (1853-1854) —se exhibe en la exposición «Naked before the Camera» (Nueva York, The Metropolitan Museum of Art)— retrata a una modelo que da la espalda a nuestros ojos. La postura casi hereda la que mantuvo una Venus pendiente de Adonis en otro ya examinado lienzo de Tiziano. Como vimos en Delacroix e Ingres, con quienes el comentario del Metropolitan contextualiza la instantánea de Durieu, este vuelve a prescindir del perro. Entonces es que se aplica la ecuación Courbet, menos el animalillo que ladra o cerca retoza.
Sucede lo mismo en la fotografía Ariadne (1857), de Oscar Gustav Rejlander, donde del mito queda apenas lo que sugiere el título. Rejlander refleja lo que sospechamos fuera íntimo sinvivir cotidiano de su mundo victoriano. Para superar esa pesada agonía de puritanismo anglosajón, lo tizianesco se transforma en nostalgia necesaria, fluyente aquí en un posar de posaderas y espaldas que remite —según subraya la glosa del Metropolitan— al maestro de la escuela veneciana en su Venus y Adonis. La modelo de Rejlander está recostada sobre artilugio artificioso que, cubierto por los pliegues de un par de colchas, remeda la peña donde penó Ariadna, momento que contemplamos sorprendido por Tiziano en Baco y Ariadna. El gesto desolado de la cabeza femenina sostenida por la mano, gesto que Rejlander ha ordenado para captar luego sabiamente, sugiere parte de ese dolor, imposible de apreciar en el rostro hurtado de la mujer. Todo un acierto de perspectiva que fuerza a la participación del disminuido observador.
Baco y Ariadna no ha cesado de dejar rastros. George Warner Allen presenta, en The Return from Cythera, 1985-1986 (Londres, Tate), una estampa pequeñoburguesa de picnic ocioso, o liberal esparcimiento, que quisiera remitir con el desnudo de primer plano y los arrumacos de fondo a la patria de Venus, la isla Citerea azotada por la espuma bravía. Del mar y la mar. Al comentar este óleo, la Tate Gallery lo enlaza con un cuadro «full of references to sexual desire», Pèlerinage à l’île de Cythère (1717), de Jean-Antoine Watteau (París, Louvre), que sin embargo me parece, aun con su aquel de agreste, la típica y fría versallización anodina de un dechado prestigioso: la potente épica mítica y telúrica reducida a la gala y galante anacreóntica. Resalta la glosa de la Tate que tanto Watteau como Allen montaron sus escenas sobre el molde paisajístico y colorista del Baco y Ariadna tizianesco. Es verdad, y en Allen se aprecia muy especialmente. Empero, ambos despreciaron de su inspirador el dramatismo y el perrillo. Así que los dejaremos al margen. Más que nada porque, en este paréntesis sin canes, necesario para notar la presencia constante de la ecuación Tiziano y sus derivadas en el arte visual de los siglos XIX y XX, hemos de llegar a nuestro enigmático y poderoso Goya.
Que, contrariamente a Watteau, supo despojarse del blandito idilio dieciochesco y costumbrista para sondear fuerzas en verdad fantásticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario