jueves, 16 de agosto de 2012

I, 16. Tras los extraños perros de Goya y Delicado

Perro semihundido (1820-1823) es la «más enigmática» de las pinturas negras, según la Galería online del Museo del Prado, que lo describe así: «La cabeza de un perro aparece tras una mancha de color, que Goya no definió, ante un espacio desnudo y vacío y mirando hacia arriba, a algo o alguien que estaba fuera de la composición». Sobre las frías paredes de su Quinta, un desengañado y sordo pintor iba inventando vanguardias, o al menos haciendo arte ininteligible. Para nosotros. Esperable entonces que su perro, del que apenas sobresale la cabeza por entre una curva que se adivina sinuosa, terminara siendo «relacionado» con «la fatalidad de la muerte». Y dale.
Sucede que de las pinturas negras originales queda solo el leve rastro de unas fotografías de 1863-1866 (M. C. Torrecillas, Boletín del Museo del Prado, XIII, 31 [1992], pp. 57-69), y que lo conservado hoy es una «desafortunada restauración» (Abc, 3-1-2011) de lo que compuso Goya. De modo que lo incomprensible del Perro, Saturno o el Duelo tuviera menos de metafísicas que de trazos borrados y signos de una cultura sobrepasada, perdida o derrotada. Ya recordamos cómo se vincula al perro, automática o frecuentemente, con la fidelidad; se ve que en cuanto Goya (o su mito, fruto aquí de unas desconchaduras) se pone al asunto, provoca un desconcierto que se traduce, frecuente o automáticamente, en términos de muerte o, en el mejor de los casos, de soledad existencial y desamparo. Somos así de simples o binarios.
Algunos artistas resultan, por el contrario, complejos: perciben más realidad, captan más posibilidades, crean más relaciones. El mismo Goya vislumbró, entre 1824 y 1828, híbridos como El perro volante o El toro mariposa, ambos coleccionados en El Prado; y asimismo abiertos a esas lecturas oníricas, absurdas o surrealistas de que tanto gusta la ciudadanía occidental desde que, allá por tiempos precisamente de don Francisco, le dio, cansada y cansina, por cultivar la irracionalidad.
En eso seguimos, aunque —la verdad sea dicha— tales interpretaciones apenas explican nada. Volvamos al Perro semihundido, por vincularlo con signos silenciados hace siglos. En la página 39 de «“La escribana fisgada”: estratos de significación en un pasaje de La pícara Justina» (Hommage des hispanistes français a Nöel Salomon, Barcelona, Laia, 1979, pp. 27-47), Claude Allaigre y René Cotrait aseguran: «No es raro encontrar perro (perra, can) en contextos eróticos; así en La Lozana andaluza la palabra perrica toma el sentido de pene». De la misma forma que —ahora lo sabemos— deben suponerse un paisaje y unos pájaros perdidos en el Perro semihundido de Goya, podría entenderse que el signo perro, ‘pene’ haya corrido por la cultura mediterránea, y entonces por su pintura y literatura, al menos desde Tiziano y Francisco Delicado, autor del Retrato de la Lozana andaluza (Venecia, 1528). Sería entonces habitual ir, en textos y lienzos, arrimando canes sucesivos a una muchacha aquí, allá a una señora, a una diosa allí o a una dama acullá. Con intenciones varias o como poco binarias.
Contemplar hace unos meses, en el Museo Carmen Thyssen de Málaga, la goyesca, exuberante y predispuesta La maja del perrito (1865), de Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), me recordó el fragmento de Allaigre y Cotrait; luego, la relación del texto crítico y el lienzo me animó a forjar esta serie I de Literaventuras.
Que habré de continuar una vez explicitado este otro valor simbólico del can, o rota la intriga de la novela que es toda historia.

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