martes, 28 de agosto de 2012

III, 17. La novela del verano, 3. Un formarse

En los adentros de la iglesia de la Misericordia, olor como a cerrado, en mixtura de incienso y humo de velitas antiguamente encendidas, quemadas y derretidas. Ambiente y aroma iguales siempre a sí mismos. Cecilia Quesada o García se persigna con agua bendita y avanza en un arranque decidido: el habitual efecto Lourdes-Fátima sobre todas las almas que, psicosomáticamente aquejadas, no sanan los médicos del Seguro.
Abandona Cecilia el mundanal ruido del que, sin ella saberlo, quiso en su día largarse fray Luis. En busca de sosiego y de reparo. También —aunque esto no lo recordaba ella muy bien— de restitución, resurrección o restauración. De puertas afuera de la iglesia, España ardía erizada de incendios, contribución patria al recalentamiento global de seseras y molleras, mientras esperaba rescates en cómodos plazos, «que esto no es Uganda, mire usté»; las gentes aún decían del ceremonión olímpico, tres horas de catetada británica de venga mirarse el ombligo, síntoma del irremediable declive de un Imperio, una dinastía y unas fábricas; cierto diputado que olía a cerrado y antiguo, estampita él mismo de Cristo bakuniano de Sierra Morena o Ché Guevara de la OLP con nómina y trienios, dirigía el asalto postmoderno, políticamente correcto o «simbólico» de la bastilla del Mercadona, lanzando, contra el capitalismo y sus cajeras, carritos blindados de la compra.
Amenizaban la fiesta los Ruiz-Mateos con una gimkana de juzgados, agitando escapularios, llevando y trayendo cuentas opacas y cuentas de rosario, jugando al ratón y al gato con sus pagarés de casino machadiano, todo moscas y finito de Jerez; engrosando las estadísticas del arrojado balconing, guiris cocidos de calor y barra libre saltaban desde el apartamento de alquiler a la piscina, despreciando puritanas escaleras y estampándose en el suelo, al lado mismo de las sombrillas; los decimonónicos cautivos de ETA y Sabino el Delirante —mi pueblo y su microclima puro, prehistórico y arcádico, mire usté—, hacían como que no comían, en ramadán carlista con liturgia de boina y capucha que en parla euskárica oficiaban curas y obispos trabucaires; echadoras de cartas y videntes argentinos copaban los canales del TDT, espesa tecno-charlatanería que heredaba a la maga de Valladolid, famosilla del famoseo del siglo XV, que salió en el Gran Hermano o Palacio de la Fortuna del Laberinto de Juan de Mena, quien todo lo veía…
«Un descoloque ahí fuera, mire usté, revuelto como siempre». En la peluquería de Borja donde se tertuliaba sobre estas cosas, durante el eterno tiempo de la permanente, solía asimismo comentarse el texto del auto I de la Tragicomedia de Fernando de Rojas. Seguíase puntual la edición crítica que traía el número 1 de la revista Háztelo tú mismo, cuyos redactores habían elegido a Celestina como santa patrona de su ciencia onanista del bricolaje, en el bien entendido de que fuese la alcahueta la primera en practicar tan democratizadora disciplina. Como su ilustre ancestro, la peluquera de Cecilia Quijano o García «comunicaba» con sus beatíficas clientas aquellas refinadas técnicas, aprovechando siempre el «tiempo honesto, como estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba y otras secretas devociones», según no pararía de contar Pármeno al recién llegado Plinio, detective de Tomelloso, cuando semanas más tarde arribase a Borja.
Era así de saber que tampoco la peluquera «pasaba sin misa ni vísperas, ni dejaba monasterios de frailes ni de monjas, porque allí hacía ella sus aleluyas y conciertos», tal que Celicia Giménez o Quijano. Había incluso levantado la avezada peluquera escuela en que «falsaba estoraques, menjuy, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles», cuyos secretos desvelaba en animadas reuniones tupperware celebradas cada semana en una de las viviendas de las parroquianas. En tal docencia itinerante fue formándose Cecilia Quesada o Giménez, que solía asistir a seminarios sobre calceta y confección, bolos de verano y bolillos de invierno. Recordaba sobre todo uno, organizado meses antes con notable éxito y no escasa afluencia de público, sobre limpieza de iglesias. El cónclave había contado con el afamado electricista de la catedral de Santiago, que pronunció una sesuda y aplaudida conferencia sobre los cepillos eclesiásticos sin IVA ni factura, con una coda acerca del Códice Calixtino y su restitución, resurrección o restauración, que esto último Cecilia García o Quesada no lo recordaba bien.
En la «cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de alambre, de estaño», situada en la trastienda de la peluquería, se fabricaban, según aseveraría Pármeno a don Plinio, «solimán, afeite cocido, argentadas, bujelladas, cerillas, llanillas, unturillas, lustres, lucentores, clarimientes, albalinos y otras aguas de rostro», de manera que en el cursillo teórico-práctico en que acababa de matricularse Cecilia Quijano o García, su instruida peluquera «adelgazaba los cueros con zumos de limones, con turvino, con tuétano de corzo y de garza».
Según se averiguó luego, aquel cursillo versaba sobre restitución, resurrección o restauración, «algo así, miré usté», de arte sacro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario