sábado, 1 de septiembre de 2012

III, 18. La novela del verano, 4. En prácticas

Entra Cecilia Quijano en la Domus Dei et porta coeli como quien entra por su casa, con pisadas repetidas desde hace siglos por todas las beatas de España. Está a punto de darle un argumentazo a Almodóvar, que según pregonan las gacetas del mundanal ruido con un agolparse de erratas —en verano, es que solo trabajan becarios en prácticas— elige en esas horas escenarios en el aeropuerto de Ciudad Real, modernísimo y quietista.
Lo llenará por fin, pero de pasajeros y avioncillos ficticios, en otra de sus pelis progrecañís y cutrevanguardistas, con que el hijo pródigo de La Mancha volverá a hacer las delicias de sus fans principales: los viajeros románticos del XIX, anglosajones, alemanes y franceses fascinados por Carmen Maura tanto como anteayer por la Carmen muñida entre Mérimée y la opéra comique de Bizet. Aún no lo puede saber nadie, pero Cecilia Quesada o García sustituirá a Carmen Maura como chica Almodóvar. Le dirán Cecilia Giménez de nombre artístico.
Por ahora, Cecilia Quijano o Quesada ha solicitado venia al cura de la Misericordia para hacer las prácticas de su seminario restaura-no-sé-qué. Muestra oportuno certificado de su peluquera. Como en la España de la III Restauración borbónica al fin se venía comiendo caliente en las casas, los seminarios fueron quedándose vacíos, incluso en las nacionalidades históricas con hecho diferencial ultracatólico del País Vasco y Cataluña. Así que curas quedan pocos, y el de la Misericordia debe atender, por falta de personal cualificado, multitud de parroquias de la franquicia vaticana. Vamos, que no tiene tiempo de pararse a leer certificados. Mira lo de restauración en la papela oficial que han sellado en la peluquería, y se figura que Cecilia va a poner un restaurante. Le dice que sí. Interrogados semanas después por el detective Plinio, jefe jubilado de la Guardia Urbana de Tomelloso, Cecilia aducirá el nihil obstat verbal del cura, y este escurrirá el bulto: «Llego, digo misa y me voy». «Con un par, macho mosén, que asumir responsabilidades es cosa del demonio, mire usté, y su ética laica, maleante y masonaza».
Se aproxima Cecilia al Ecce Homo de don Elías, un señor de Requena. En sus apuntes de peluquería ha repasado que conviene empezar aplicando a la superficie dañada «zumos de limones» y «tuétano de corzo y de garza», y de inmediato «aguas de rostro». Extraído el instrumental técnico de su bolsa de caridad, con fervor se desempeña Cecilia en el alto cometido. El desconchón se humedece, se amplía por su cuenta y arrastra consigo repentinas y múltiples virutitas de yeso, trocitos de tosca túnica, miríadas de colorines de los ojos, los rizos, la corona de espinas del fresco. Algún anciano peripatético que reza y observa la tarea de su vecina, vivencia la visión del Salvador llorando. «Es por todos nosotros, mire usté».
El Ecce Homo de don Elías va perdiendo toda esperanza a medida que la recia Cecilia tira de brocha y esponja. Cuando se asegura de que ha limpiado la base de la pared y fijado los colores, saca el bote de titanlux mezclado. Se dispone a dar esplendor. Lástima haberse dejado las gafas en casa. El Ecce Homo del señor de Requena, a punto de recorrer túnel de luz albísima para abandonar este mundo sin haber entrado en un mísero catálogo, contempla todo su pasado en un instante fugaz. Como no podía ser menos en sacra pintura, ese discurrir pretérito resulta universal.
Las imágenes se agolpan en su cabeza, que va diluyéndose a chorreones: Miguel Ángel pluriempleado en Altamira y la Capilla Sixtina, y ordenando terminantemente a la Guardia Suiza que impida el paso al señor Bean; un banquero belga mandando desprender las pinturas negras de Goya, paisano de Cecilia, también —qué manía— para restaurarlas; El grito atronador y silencioso de Munch; Ramón Gómez de la Serna inventando el puntero láser al entrar de noche con un farol en el Prado y deconstruir sus obras maestras a linternazos, en vertiginosas y cambiantes perspectivas de luces y sombras; Buñuel, otro paisano de la Cecilia en prácticas, dejando dicho en sus memorias de la «fuerza tan misteriosa como irresistible» de las tamborradas semanasantinas de Calanda, su pueblo y el nuestro, escuela de surrealismo muy anterior a la escena en que un señor en París de la Francia empezara a balbucear chorradas, con un libro de Sigmund Freud colocado abierto sobre su boina bretona; el diseño de la carátula de una copia de El planeta de los simios; unas gárgolas del Medievo... Y en este plan.
Como todos los Ecce Homo, el de don Elías retrataba a un hombre hecho un cristo. Luego la pintura había ido quedando eso mismo. Por fin, dejaba Cecilia Quesada o Giménez el fresco de aquella semejante manera. Un Ecce Homo de un Ecce Homo de un Ecce Homo: Ecce Homo al cubo. En una tarde de becaria en prácticas, Cecilia había probado que la teorización cubista no solo era aplicable a un momento multidimensional, sino también al eje diacrónico de un siglo. Aportación crucial que no tardarían en poner en valor unas universidades norteamericanas.
De la tragicomedia inventada por el bachiller Fernando de Rojas a la restauración de Cecilia, pasando por la opéra comique francesa y el cine de Almodóvar, las indescifrables cosas de España, siempre bulliciosa y revuelta, varada y quietista siempre. Por entre el humo dormido de Gabriel Miró, se adivina de continuo a un espontáneo (cristianado Ruiz-Mateos o Sánchez Gordillo o Cecilia Quesada, García, Quijano o Giménez) que viene, agarra, coge y da la campanada.
En un casino o un súper, bueno; pero mejor en una iglesia, como Dios manda.

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