miércoles, 12 de septiembre de 2012

III, 20. La novela del verano, y 6. Post scriptum

Se echa ya el otoño con sus ganas de marear y habrá que ir acostándose antes. Una triste lata. Convendrá entonces ponerle fin a esta historia. Cuyo narrador no quisiera por demás seguir distrayéndose del espejismo de la que en su siglo se llamara —con expresión es de suponer que ya arcaica— rabiosa actualidad, esa fantástica productora de argumentos de ficción.
De sus veranos adolescentes por Calatayud, Ateca y Alhama de Aragón recordaba el narrador aquel heroico Heraldo de Aragón y su papel tamaño sábana, que hace apenas un mes dio en vocear las apariciones de Borja. De las páginas de sucesos brincó la noticia a las de internacional y finalmente a las de arte del bueno. El benemérito —por seguir tirando de arcaísmos— Centro de Estudios Borjanos sumarizaba el día 24 de agosto que su blog, humilde y arrinconado hasta entonces en la Red, echaba humo con tanta visita foránea, digital y desacostumbrada. No menos naif que el estilo de la ya por entonces universalmente reconocida Cecilia Giménez o Quijano, resultaron las cuentas sobre el aluvión de «personas interesadas» en el fenómeno: «proceden de 128 países diferentes, algo llamativo ya que, en la actualidad, las Naciones Unidas están integradas por 193 estados». Es palabra de blog.
Los viajeros románticos del XIX observaban perplejos otra de las movidas del Sur: «Espagne: la pire restauration de tous les temps?», se preguntaba Libération mientras miraba hacia otro lado para no ver la extraterrestre pirámide incrustada en la plazuela del Louvre. Y con el típico humor de quienes despiezaron las antigüedades de Grecia y Egipto y se las llevaron al British Museum, que quedaba como más cerca de sus jardincillos y casas, Jonathan Jones —quizá un pseudónimo apenas currado— trató en The Guardian sobre «the funniest art joke of all time»: la «complete reinvention» de un fresco menor y provinciano que logró una picassiana Cecilia, aseveraba Jonathan Jones —seguro que un pseudónimo apenas currado—, que situó a la paisana en amplia e ilustre tradición pictórica y cinematográfica.
Era cuestión de echar paciencia y esperar tesis más o menos doctorales sobre la tercera edad restauradora, el Cristo hecho un cristo, los académicos de Argamasilla, el cura descuidado, el concejal de cultura mediática, la capilla del planeta de los simios y otros reciclajes de reciclajes. Si en torno al cine cutre de Almodóvar había explotado un boom de Cultural Studies en Estados Unidos e Inglaterra, muy pronto el Cristo 2.0 de Borja llegaría a las cátedras más sesudas. De momento se sucedían los homenajes al nuevo icono pop —hoy tengo el día tonto de arcaísmos—, las páginas de fans de Cecilia en Facebook, los graves ensayos de señores graves que nunca se ríen, y un alegre mercadeo de pastelitos, llaveros, camisetas y otras mil ocurrencias derivadas de las cosas de la abuela emprendedora o reactivadora de la economía. Incluso la eficaz y por demás eficiente alcaldía de Borja se propuso registrar la marca Ecce Homo y convocar un concurso internacional de restauración. Para inaugurar respectivos expedientes, el secretario del Consistorio andaba ya revolviendo papeles.
«Desde los tiempos de Elías García Martínez hasta los de Cecilia, de nombre artístico Giménez, en un siglo apenas, hemos pasado de varear aceitunas y freír tortillas, a deconstruirlas. No iba a ser menos el arte». Con estas palabras despidiose don Plinio de Tomelloso del ocioso narrador.
Es que, reclamado para nuevas tareas de pesquisa en lares más próximos al suyo, se fue corriendo (con perdón sea dicho) a Los Yébenes. Por la imperial Toledo.

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