Definitivamente, el arte abstracto mató al erotismo. Basta echar un vistazo a Mujer y perro delante de la luna, 1936 (Madrid, Museo Reina Sofía), de Joan Miró (1893-1983), para comprobarlo. Y salir luego corriendo. Por mucho juego de bolso (o bolsa, no sé), por mucha lengua que saque ella, que saca mucha, y por mucho gato en que se convierta él, que se convierte y mucho, no hay por dónde imaginar, percibir sugerencias, notar incitaciones. La luna ha hecho lunáticos estragos en ese desperdicio de líneas tiradas y pastosos colorines.
Pero si echamos la vista atrás, casi al principio de las vanguardias, eso era otra cosa. Machihembrada aún con el arte figurativo, la vanguardia prometía. En 1912, uno de los fundadores del futurismo italiano, Giacomo Balla (1871-1958), logró con el óleo Dinamismo di un cane al guinzaglio (Dinamismo de un perro con correa, Buffalo, Albright-Knox Art Gallery) que en la pintura se percibiera el movimiento. El batir frenético de las patas del perrillo de azabache agita la correa que sospechamos gobierna una dama, de quien se avistan botines bajo la falda luctuosa y larga. Es la conquista de la perspectiva canina: vemos lo que ve el acelerado animalillo. Y percibimos más: la vibración mecánica y fantástica de la correa plateada, vibración que recorre el cuello del can, la mano invisible de la dama, las plantas del planeta, la cintura del universo, el cuerpo del cosmos. Vibraciones de vida y movimiento perpetuos.
O sea, erotismo. Que podría decirse —así, a primera vista— que conforma el lienzo Mujer con perro (Artelista). Como Balla, desciende aquí Adrián Bustinza (1964) a la perspectiva del perro. Pero, frente al futurista italiano, acorta, y mucho, la falda de la joven, que se agacha para aferrarse al fiero can que surge de entre sus piernas. Ese animal ¿doméstico? es el perfecto cancerbero, guardián de las puertas del Hades o Inframundo, que se dijeran bien abiertas. La mirada perdida del chucho se ha prendado de la cabellera de la chica, que cae, obediente y rizada, hacia el suelo; también, sin embargo, se ha prendido su vista amenazante en nosotros. Cualquiera sabe si admirar las piernas de la minifaldera muchacha, la sugerencia de su cálido inframundo, o si no quitarle el ojo al custodio ladrador.
Una cosa sí es de conocer: que mucho más no habrá quien se atreva a acercarse. Oscuro —que diría el otro— objeto del deseo. Y ajeno y lejano.
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