sábado, 5 de enero de 2013

V, 11. Recortes previstos por Cervantes

Tengo para mí que Miguel de Cervantes no sabía cómo terminar El coloquio de los perros, una de sus Novelas ejemplares (1613). Si no es que no se entiende que al final acabe como empezaba Eugenio: «¿Saben aquel que diu?». Que se pone a contar chistes, digo. Supongo que por completar el pliego. Relata Berganza, el can, que en el hospital que guardaba había no un francés, un inglés, un ruso y un español, que es como principian los chistes de países y profesiones, sino un alquimista, un poeta, un matemático y un arbitrista.
Arbitrista es lo que hoy dicen asesor o economista: para los críticos del XVII y de ahora, un enterao. Figura la del arbitrista tan española y barroca (dos adjetivos que parecieran sinónimos), como afín a los principios de la Escuela de Salamanca: la primera económica, muy anterior pues a la de Chicago o a la London School of Economics. Este invento del XVI español que es la economía generó una corriente de escritos «numerosísima en sus fines y proyectos», «utópicos en su mayoría» (Fuente Merás, en El Catoblepas, 35 [2005], p. 9). Como entre la utopía y la sandez media una delgada línea, autores como Quevedo acabaron ridiculizando a aquellos proyectores disparatados.
Por boca del perro Berganza, lo había hecho también Cervantes. Imagínense cómo sigue el chiste al que me refería al principio. Sí, cada personaje (el alquimista, el poeta, el matemático…) expone un asunto relativo a su mester. Les dice nuestro cuarto amigo:

Yo, señores, soy arbitrista, y he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino; y ahora tengo hecho un memorial donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo: tal, que ha de ser la total restauración de sus empeños; pero, por lo que me ha sucedido con otros memoriales, entiendo que este también ha de parar en el carnero.

El arbitrista, pues, ha preparado un informe (memorial) para solucionar la crisis provocada por la deuda (los empeños) de la Hacienda pública; pero teme que su memo (como se diría hoy) termine en la papelera de reciclaje (parar en el carnero, ‘olvidar una cosa’). Para que al menos conste, resume el «arbitrio» a sus tres interlocutores:

Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de Su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se reduzca a dinero, y se dé a Su Majestad […]; y con esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado. Porque si se hace la cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España más de tres millones de personas de la dicha edad, fuera de los enfermos, más viejos o más muchachos, y ninguno destos dejará de gastar, y esto contado al menorete, cada día real y medio; y yo quiero que sea no más de un real.

De modo que si los tres millones de habitantes, de entre 14 y 60 años, de la España del momento ayunaran obligatoriamente una vez al mes, se lograría ahorrar en comida al menos (contado al menorete) 36 millones de reales anuales: 720 millones en dos décadas. Según los cálculos del arbitrista, suficiente para dejar a cero la deuda pública (desempeñado) y los intereses espurios (socaliñas). ¿A que ya empieza a sonarnos la cantinela?
Semejante recorte de condumios conllevaría además beneficios psicosomáticos, digo, espirituales y corporales: «antes sería provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno agradarían al cielo y servirían a su Rey; y tal podría ayunar que le fuese conveniente para su salud». Es que un recorte social y masivo precisa de su campaña propagandística de promoción.
Como chiste que era, se recibió la propuesta con carcajadas: «Riéronse todos del arbitrio y del arbitrante, y él también se rió de sus disparates». Pero cuando el chiste se hace experiencia, no es precisamente risa lo que da, como no sea la nerviosa. Lo digo porque la broma cervantina se ha convertido en profecía. Aquel ayuno mensual obligatorio, «a pan y agua», es el prototipo de los recortes que nuestros arbitristas, perdón, científicos de la economía, han proyectado para sanear las cuentas públicas que otros preparados asesores habían descuadrado. A esos sí, frente al cervantino, alguien los va escuchando.
Sepan todos cuantos leyeren esto que, como la nuestra es cultureta de calendario, este año se celebrarán, quizá, los cuatrocientos de la publicación de las Novelas ejemplares. Y que en El coloquio de los perros fue mi señor don Miguel quien empleó el primero el término arbitrista como sujeto de chanza. Tome, pues, nota el correspondiente y nutrido equipo de asesores del Gobierno.
Por la cosa de conmemorar con el acostumbrado tino oficial y fundamento del bueno.

2 comentarios:

  1. Para Quevedo arbitrista es el que "quita a todos
    cuanto tienen,convencièndole de que le enriquece
    con quitàrselo".Parece ser que nuestros gober-
    nantes de hoy han leido aquellos extravagantes
    memoriales del s.XVII...o no

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    1. Si nos ponemos optimistas, es que habrán leído eso... o algo. Si nos ponemos pesimistas, o al menos realistas, es que nada hay nuevo bajo el sol.

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