sábado, 25 de mayo de 2013

III, 30. Ir y venir

Tal vez en una brumosa mañana en que Safo admiraba el mar que circunda Lesbos, que cercena la isla con espada de huracanes, tal vez, digo, el estímulo del canto popular aprendido cuando niña, unido al vuelo sedoso y seguro de unas golondrinas, o al canto plácido y embriagador de los ruiseñores, vinieron a forjar una nueva expresión en la mente o la voz de la cantautora.
Tal vez Safo recogió entonces ese estímulo —del pueblo, de otro poeta, qué más da: solo el poema importa— y lo volvió a decir, renovándolo, para que otros (Simónides, quizá) lo repitieran. Porque es de saber que Safo fue conocida y admirada en toda Grecia: santa la llamó su paisano Alceo y, según indiqué, décima musa la corona un epigrama atribuido a Platón. Safo había dejado escrito (Antología de García Gual, nº 28): «Heraldo de la primavera, ruiseñor de voz seductora». El bicho será distinto, pero la metáfora es —Espíritu poético interpuesto— la misma de Simónides.
Ir y venir. El motivo de la revuelta incesante del ave aparece en el Poema de Gilgamesh, XI, 146-154, cuando, tras el diluvio universal, Utnapishtim envió sucesivamente una paloma, una golondrina (que regresaron) y un cuervo, que ya no volvió, para hallar tierra firme. (Es el Génesis el que imitó aquí al más viejo texto babilónico del Gilgamesh.) Vinimos de El conde Lucanor, volvamos a él. Su exemplo XXXIX, «De lo que conteçió a un omne con la golondrina et con el pardal», juega con el ir y venir constante de la golondrina, opuesto a la permanente vivienda del pardal en un mismo sitio. Don Juan Manuel destaca así la necesidad de enfrentarse al enemigo que sea más poderoso (la golondrina, cuyo ruido es mayor que el del pardal, y por tanto más molesto), aunque este more en lugar más lejano: la golondrina, porque el pardal siempre se hallaba en la casa del hombre que protagoniza el relato referido por Patronio. Al ruido de las golondrinas, aspecto hasta ahora no revelado por los textos —es que la poesía se empeña en embellecer las cosas, frente a la funesta prosa— se refirió Petrarca (De Remediis, II, pról.) con sus «llantos matutinos y amenazas de las golondrinas». La amenaza, en cambio, sí constaba en el poema popular griego, «Canción de la golondrina», que dio origen a estas reflexiones.
Abandonar y regresar, movimientos que dan sentido al vuelo de la golondrina, son definitivos en su simbolización. Lo quimérico de una eterna primavera (sueño perpetuo de la humanidad, dicho por el Espíritu homologador vía voz de los poetas) se esfuma definitivamente del pensamiento y del ansia cuando deja un nido próximo la última de estas aves, a la vez blancas y negras, como una moneda maldita que deseáramos tuviera anverso no más. Lo blanco y lo negro de la canción popular, lo perfumado y lo oscuro de la elaboración culta, no son sino dos expresiones de la misma confrontación: la alegría de la primavera, ese milagro, frente al ahogo del tiempo invernal, ese infierno. Y del invierno al infierno es cuestión de quién tiene la fricativa más grande.
Por otra parte, el análisis de la estructura lógica del texto de Simónides revela la existencia de una sencilla identificación: golondrina [a] = heraldo de la primavera [b]. El juego poético se funda en el uso de epítetos, un empleo que se resuelve en dos confrontaciones. La primera, ya lo vimos, es perfumada / oscura. La segunda, ilustre / oscura, muestra cómo en torno a este último adjetivo se trama la estructura opositiva subyacente, que rompe la armonía superficial sugerida por la aposición. Si mediante esta era innegable la ecuación a = b, del enfrentamiento implícito de adjetivos se desprende que tal identidad no funciona en todos los niveles, por cuanto los dos epítetos incluidos en la cláusula de [b], ilustre y perfumada, se oponen al de [a]: oscura. La identificación establecida con aparente sencillez se torna entonces compleja (al menos en el análisis, que es lo que tiene siempre: que complica cosas), revelando que el poema atesora un significado más profundo del evidente en primera lectura: la golondrina es, en efecto, el ilustre heraldo de la perfumada primavera; pero también, como se infiere del juego de aposiciones y oposiciones descrito, el mensajero oscuro de la inestabilidad de las cosas. Este ajeno y lejano análisis sirve —en caso de que sirva— para establecer un patrón poético de uso colectivo. El anónimo cantor griego del siglo VI a. C. de la «Canción de la golondrina» lo había empleado con variantes o, por mejor decir, lo estimuló: golondrina [a] = portadora de nuevos tiempos [b]. Simónides usó de él en su forma definitiva: golondrina [a’] = heraldo de la primavera [b’]. Pero quizá fuese Safo (h. 600 a. C.) quien le diera antes que nadie esa formulación fija.
Sobre el estímulo colectivo, los poetas individuales trabajaron para forjar expresiones renovadoras. Tal vez. O lo contrario. Rafael Cansinos Asséns pensaba que «muchas estrofas de Safo, por ejemplo, desgajadas del poema en que figuran, podrían ser puestas en coplas y cantadas por el pueblo» (La copla andaluza [1933], I). En el terreno de las hipótesis, la creencia y la voluntad suplen la carencia de datos: el convencido de que todo texto culto está más elaborado que cualquiera de los populares y de que el progreso poético es posible dentro de la repetición, se afiliará a la hipótesis que abre este párrafo. Quien niegue la certeza del avance construirá otra.
Resulta que, como las golondrinas, el pensamiento es un continuo ir y venir.

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