jueves, 8 de agosto de 2013

III, 36. Otra «nibola», 4. El contagio de las palabras

¿Pero de dónde habían sacado a este Mariano Rajoy Brey, fundador de la Playa de Oriente? Francesillo de Zúñiga lo tenía averiguado y pasado a limpio en su muy exitoso Memorial global del mundo mundial: de idéntica fábrica que a un tal José Luis Rodríguez Zapatero. Ambos, titulares respectivos de las afamadas marcas electores Mariano y ZP, venían de serie. Es que coincidieron, cuando la prehistoria de sus chiquilladas, en el patio de recreo del mismo colegio de León. Pero de León León: de la parte de la capital. Por aquellos días dizque las crónicas que les apodaban no Mariano y ZP, mas Papes y Marianín. La leche. En polvo: de aquellos polvos, estos lodos.
Andando el tiempo, y una vez chequeados semejantes resultados de calidad revertidos en la Madre Sociedad, el susodicho colegio estuvo a punto de ser clausurado. Lo salvó un lumbreras de chaqueta y coleta, que le inventó un eslogan y le dibujó un logotipo. Eslóganes y logos eran los socorridos salvavidas de los negocios dedicados a la venta de humo y sahumerios. «Liderazgo y gobernanza», rezaba un cartelón a la entrada renovada del tal colegio, amén de en sobres y demás papelería marquetinera de la egregia y sacra institución docente. «Liderazgo y gobernanza». Había que aprovechar el tirón de aquellas palabras.
Las palabras es que se contagian mucho. Extendida la epidemia, había las que se tornaban en acomodaticios comodines: liderazgo había triunfado entre aquellos que iban, según aseveraba Francesillo de Zúñiga, «muriendo por los sus negocios», y gobernanza era voz que un buen amigo de Francesillo de Azcoitia, narrador gamberro a ratos perdidos, había clasificado entre las de tipo zombi. Este segundo Francesillo, primo del primero y copartícipe del paco-esperpento, solía parafrasear aquel eslogan, «Liderazgo y gobernanza», según le habían enseñado sus agüelos, a la pata la llana: «El que paga manda».
Era de saber que el colegio que había fabricado y dado al mundo a Papes y Marianín, organizaba todos los veranos una escuela de emprendimiento alumbrador hasta decir basta. Y tenía a bien invitar a lo más granado del empresariado imperial. Oficiaban de maestros de ceremonias, alternándose consensuadamente, Mariano y ZP, una vez alcanzada la cumbre de sus chiquilladas en el ocho mil monclovita. Aquel jueves de agosto presentaban a Máximo Lima Ferrer, ejemplo de superación. Su conferencia versaba sobre «Moral formal kantiana: el caso Ángela Merkel». Francesillo de Zúñiga, que acababa de regresar del futuro, buscó su asiento en el salón de actos, antigua capilla, y se dispuso a recibir doctrina, si bien en estos bolos veraniegos de todo el personal concurrente era sabido que lo de menos fuera la conferencia.
Ascolti, comenzó Lima Ferrer, aquellos eran tiempos confusos y tirando a poco heroicos. Bien lo sabía él, que del ser-para-la-muerte de Heidegger había pasado a ¿Quién se ha comido mi queso? Ante la incapacidad para la abstracción que hermanaba a tantos triunfadores en el mundo de los negocios, solían tirar estos de autobiografía, cuando de presentar resultados se trataba. Un recurso retórico que el docto público, tan entrenado en la tele del reality y el marujeo, agradecía lo suyo. Tiempos eran, ascolti, en que los novelistas y los filósofos se habían transformado en disciplinados integrantes del tejido industrial y fabricaban best-sellers, libros de autoayuda y consumo, y demás productos perecederos. Época en que los vendedores de impresoras eran investidos doctores honoris causa (embestidos, escribían los adolescentes que pertenecían a la generación mejor preparada de la Historia de España) y oficiaban de intelectuales a la violeta. Una época en que los sindicatos, superada la etapa de su ser-centrales-sindicales, ayuntaban verticalmente su destino con los emprendedores, en su ser-agentes-sociales. ¿Y qué decir de los cuentacuentos o Consejos de Administración, rendidores de cuentas creativas y ficticias ante sus inversores, a quienes tanto debían y a quienes querían tanto, en exquisitas memorias del maquillaje y en juntas de accionistas a los que poner perdidos de valor añadido, que manaba a chorreones? Día cercano al Juicio Final, ascolti, en que los metafísicos pontificaban sobre el oxímoron teológico bautizado «Ética empresarial». Un lío, ascolti. Si lo sabría él.
De hecho, Máximo Lima Ferrer no era sino un consecuente —así lo pronunciaba, miembro como era de casta neológica— de aquellos tiempos confusos y tirando a poco heroicos. «Los pueblos han despreciado la épica y elegido el lavavajillas. El confort está matando a los gorriones y haciendo que los viejos se suiciden». Con tanta poesía iba ya larga la perorata del introito, y aún ni había mentado Lima Ferrer a frau Ángela Merkel, el ángel anunciador de los Mercados, que le decimos en Carabanchel Alto.
Y se echaba la hora del tentempié, prometido en la matrícula.

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