La Biblioteca Nacional de España cometió en su día el exceso de considerarme experto. Que me incluyó en un programa suyo de mejora
y me envió un cuestionario. Por algún sitio andarán las preguntas y mis
respuestas, de las que recuerdo ahora esta: la digitalización masiva de
sus fondos. La Red va aboliendo distancias, y eso hay que aprovecharlo en el
estudio, supongo que razoné, sobre poco más o menos. Debimos de ser varios los
que, consultados, coincidimos. Y como no es frecuente, lo subrayo: fuimos
atendidos. Ahí van desde el 2008, y en crecimiento constante, la Biblioteca
Digital Hispánica o la Hemeroteca
Digital.
En la BDH busco y encuentro bastantes obras de José
María Carretero, escritor y periodista, que se dice hoy. Bajo su habitual
seudónimo de El Caballero Audaz, con
el que firmaba sus célebres novelas eróticas, Carretero coleccionó las
numerosas entrevistas que mantuvo con tantos personajes que pueblan hoy los
cronicones de historia y de literatura. Por Lo que sé por mí (Confesiones del siglo). Serie I, Madrid, Mundo
Latino, 1922, desfilan autores como Palacio Valdés, Galdós, Pardo Bazán, Unamuno,
Azorín o Baroja, periodistas como Cavia, políticos a los que, como Maura, defenestraron
sus compañeros de partido. Ese acto predilecto de los afines. Galdós elogia lo suyo —que para eso prologó el libro— las «famosas interviús» de El Caballero. Y a renglón seguido rechaza
el entonces neologismo:
¡Ah, las
interviús! Este terminacho estrambótico se me atraviesa como espina que se
clava en mi lengua […], y lo desecho, sustituyéndolo por la expresión más
castiza de coloquios, y mejor aún, confesiones (pp. 7-8).
Se ve que Carretero hizo caso a su maestro. Repárese (que se decía) en el subtítulo de Lo que sé por mí: la interviú como confesión. Ahí es nada. En cambio, Azorín, «buen maestro» que «no
está dotado de la elocuencia» y «tartamudea acentuadamente» (pp. 174-175), se
pone más en plan solemne: «un periodista, cuando celebra una
conferencia con un personaje […]» (p. 181). Como los demás escritores
entrevistados, Azorín revela que apenas gana dinero con sus libros. Que vivir,
vive del periodismo. Es que El Caballero
Audaz pregunta a todos por este asunto. La pregunta del millón, por ser precisos. Emilia Pardo Bazán llevaba bien
echadas sus cuentas entre 1886 y 1916: «calculando todos los años, uno por más
y otro por menos, a quince mil pesetas, son unos noventa mil duros» (p. 153).
Normal que el joven y audaz Caballero
decidiera que, para amasar dinero escribiendo, lo mejor fuera hacer mucha
novela sicalíptica. El primer fenómeno de bestseller
en España.
Por estas páginas vemos al periodista Carretero visitar
las casas de los entrevistados, costumbre que hoy ha quedado para los colorines
del Hola, donde gentes que nada tienen que decir, pero sirven de modelos a otras innumerables, enseñan mucho sus
muebles, sus diseñitos, sus piscinas soleadas, su vacío a toda página.
Unamuno, por el contrario, aquella metralleta del
pensamiento, fue entrevistado en La Residencia de Estudiantes: «nos habla casi
con soltura, a ratos con rudeza, con virilidad, y es tan elocuente y tan
nerviosa su charla, que a veces involucra asuntos distintos» (pp. 142-143).
Unamuno es que era de dispararse pronto. Aunque tratara de pedagogía. Da clase, afirma, «de una forma absolutamente práctica. Yo no comprendo cómo un
señor se queda tan satisfecho de sus alumnos después de haberles colocado un
discurso que no lleva más finalidad que entrenarse en la palabra. Esa forma de
enseñanza tiene que desaparecer» (p. 144). Ya ven: un siglo esperando a
Bolonia. Y ya puestos, el rector se lanza:
Eso de la
enseñanza en España es una cuestión de ética. No creo que se tenga que legislar
mucho, sino cumplir lo legislado… Que no se tomen las cátedras como trampolín
para fines políticos. Allí, en Salamanca […], el profesorado es algo mejor y,
por lo menos, da clase diariamente. Y al que no, le reintegro la paga, como ya
he hecho con dos […]. Pero es que la cuestión de la enseñanza no estriba más
que en una cuestión de ética: cumplir y hacer cumplir con la obligación […].
Por lo pronto, urge una selección de profesores; hay infinidad que están
caducos; muchos, que están locos; otros, tontos, y casi todos, como si se
hubiesen muerto, porque no aparecen por la cátedra; y a esos hay que echarlos,
por inercia, y traer gente que coma la ración, pero que dé vueltas a la noria
(pp. 146-147).
Unamuno en estado puro, sin corporativismo ni miedo
al qué dirán. Ni a los matriculados: «Si los estudiantes, en vez de ir a las
huelgas sin objeto, sin finalidad práctica, fueran a la huelga cuando el
profesor no les enseñase, entonces esos catedráticos no existirían» (p. 147).
Tampoco es que por entonces todo escritor tuviera
cosas que dejar dichas. Baroja, por ejemplo, médico rural y panadero, «que por
justificar mi paso por la Tierra sigo escribiendo novelas y más novelas» (p.
205). Ya. La entrevista, de 1915, acabó como el rosario de la Aurora: «Las
galeradas de esta interviú las leyó y corrigió el Sr. Baroja […]. Pues ¿cómo no
corrigió usted lo de Oscar Wilde?... ¿No sabía usted entonces si le conocía o
no?…» (p. 212).
Qué tiempos los de El Caballero Audaz y Unamuno, aún no inficionados por el consenso y lo
políticamente correcto.
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