sábado, 26 de julio de 2014

X, 15. Egoteca


Para Nieves Laína,
tan atenta en aquellas aulas

Poco dado como soy a las conmemoraciones, las comuniones, bodas y bautizos de Todos los Santos, se me había pasado. Mas ahí salta el contador del blog para avisarme de que he superado las doscientas literaventuras. Son estos maquinones de las novísimas TICs muy dados al ancestral tic cumpleañero. Pues que no se diga: a celebrarlo.
Les hablaré, feliz en mi día, de quien les habla. De un tiempo a esta parte, los profesores universitarios —que es lo que ahora dicen ser todo periodista de tertulia y todo candidato a primarias que se precie— perseguimos, entre los doctos objetivos de nuestro misionar, uno que cierto amigo, y compañero por lo demás en la congregación del Departamento, llama levantar egoteca: tenemos que buscarnos mucho a nosotros mismos por las bases de datos y las Redes, a ver si han citado nuestras publicaciones. El impacto. Dicho así, impresiona, no me digan. Tantas citas de tal trabajo, tal trabajo ha causado determinado impacto. Positivo o negativo, eso ya se vendría viendo, cuando quienes evaluasen sacaren tiempo para leer la publicación impactante y su hilo de reseñas y citas; por ahora, al grano, o sea, lo que diga el Excel: muchas citas, publicación de calidad. Asuntillo que paradójicamente se mide por la cantidad. En plan macho ibérico del landismo, que habrá quien ya lo considere vocablo anglicista.
A lo que iba: que andaba uno practicando la metafísica de nuestros días, buscándome por los anchos espacios virtuales, preguntándome y respondiéndome en plan filosófico: de dónde venimos, cualquiera sabe; adónde vamos, eso ya sí: a los repositorios de la Red. ¿Quién, pues, soy? Un tag repetido en Google. Descubro, en este útil ir levantando egoteca, la web patabrava.com, que navega bajo el pabellón «La Universidad tal y como debería ser». Gentes de suyo preocupadas, como asegura estarlo todo el mundo, por nuestro sistema educativo. Ahí me adjudican, como «Profe de la Facultad de Filosofía y Letras de la UMA», dos frases que alguna ánima subió hace meses:

Y esto es lo que llamamos «oscuridad poética», «oscuridad conceptista» o «a Góngora no hay quien le entienda».
Y claro, con el frío que tenía este Leandro, estaba como para hacer «equilibrios retóricos».

Qué quieren que les diga: me reconozco. Excepto por mi leísmo natal, que he perdido en Andalucía. La primera frase parece, tras el comentario de algunas píldoras gongorinas —no queda tiempo para mucho más ahora en las aulas—, conclusión que aúna epígrafes académicos de lucha de clase y lo que se dice en la calle, cuando en las plazas se habla y no se para de conceptismo. La segunda, entiendo que fue pronunciada tras examinar un fragmento bien flojito del «Leandro» de Juan Boscán. Ambas, en todo caso, resultan de lo que en clase suelo llamar el laboratorio filológico: los textos no se parafrasean desde el dictado de unos apuntes previos o el cacareo de los párrafos de un manual, sino que se analizan en vivo y en directo. Si lo prefieren, a porta gayola.
Me reconozco también porque uno se transforma cuando entra en clase, ese espacio-tiempo de la imaginación o memoria: de la creación. Cierta antigua alumna, y ahora amiga, me envió ya no sé cuándo frases al parecer mías que fue coleccionando, allá por los 90. Me decía Nieves entonces que le daba pena estar perdiéndose aquellas «bromas, pero no puedo hacer Primero ocho veces, aunque si pudiese colarme sin que nadie se diera cuenta...». La animé a colarse, claro, pero ella, persona muy independiente, ni caso.
Con lo que no estoy de acuerdo es con lo de bromas, que uno es tipo muy formal y serio. No me desmentirá la colección: «Algunos miden las palabras, pero no las sílabas...» (sobre la poesía o música verbal); «Tirso de Molina… ¿Quién? Una estación de Metro»; «¿Y las mesas de diseño, que no se puede comer en ellas?» (al parecer, sobre el Realismo); «“Yo soy aquel que...”, que a ustedes les sonará a Raphael, pero es de Rubén Darío»; «Me da no sé qué llamarlo Movimiento creacionista, cuando eran cuatro»; «Teniendo en cuenta que la gente suele escribir despierta..., excepto en casos excepcionales» (sobre el Surrealismo); «Estancia triste..., aunque no quiere decir que ser cónsul resulte triste» (sobre Neruda); «Ustedes han pedido el desayuno completo» (a ciertos alumnos que llegaron tarde); «¿Dónde se ha perdido usted, en la biblioteca o en el supermercado?» (por algo semejante); «Lo que es la madre de la ciencia es la paciencia» (sobre la necesidad); «¿No fue Fleming quien se encontró con eso de la penicilina?» (de la lingüística como ciencia); «Las diferencias entre hombres y mujeres están un poco por debajo del cerebro»; «¡Somos lógicos! No se crean esos prejuicios que andan por ahí acerca de los humanistas» (supongo que sobre El club de los poetas muertos).
Cada uno es como es. En cierta ocasión en que los estudiantes me eligieron para apadrinar (o amadrinar, que nos hemos acabado haciendo un lío para decir ciertas cosas) a su promoción, aquel extraño y simpar día en que se graduaban, les recordé la senda por la que iban transitando: de la discoteca a la biblioteca, y de ahí hasta la hipoteca. Ahora veo que debí añadir la infantil fase de egoteca... Bueno, ya ven: ha sido meterme en clase y olvidarme de la Red y del impacto. Tendré que recuperar el hilo perdido.
Pero ya si eso otro día.


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