Supongamos
que hemos de componer un texto sobre la interpretación. En un trance así,
la gente es mucho de confirmar en un diccionario
semasiológico el sentido que puede intuirse en la voz interpretación. De rebote, esto proporciona el concepto de partida
para empezar la operación de DFB (desvirgar el folio en blanco), que la
Lingüística se ha poblado, de un tiempo a esta parte, de siglas y acrónimos; no
en vano, sepan y óiganlo todos, la lingüística es una ciencia.
Alguna
de las acepciones, en efecto, que hallemos bajo interpretación, fijará el principio rector del que se deriven las
reglas subsiguientes del juego que resulta ser escribir un texto. Tales reglas
delimitarán el campo (semántico) del mensaje: las lindes que no se quieren
sobrepasar, y que cuantitativamente corresponderán con el número total de
acepciones con que cargue la palabra fundante en cuestión. Un número que implica
que tenemos
más mundo que lengua, o sea, más cosas que palabras, como a duras penas explica
la TLB (Teoría
lingüística del bonobús).
Empecemos
pues. Con el as hoy más valioso de nuestra baraja: interpretación. Diccionarios de español no nos faltan —y no hay más
que echar un vistazo al NTLLE
para notarlo—, pero convencional e históricamente (desde el siglo XVIII, que
también la Historia tiene sus mojones) el lexicón considerado más prestigioso y
por consiguiente dotado de mayor autoridad entre la comunidad hispano-hablante
es el DRAE: el de la Academia de la
Lengua, según se lo llama en los bares. Entras en uno a pedir tu cervecita,
y mientras te van poniendo la tapa abres el ejemplar disponible para los
clientes, no sé, la 21ª edición (1992), por la página 772 del volumen II, y ahí
está: «Acción y efecto de interpretar». Que es la fórmula prevista para iniciar
una segunda consulta, cuando de hacer tiempo se trata mientras el camarero se
encuentra en plena acción y efecto de tirar la caña con espuma y todo. Sin
embargo y sin que sirva de precedente, que uno va siempre con prisas, hoy
decides leer antes las demás acepciones, sano ejercicio que no suele
observarse. A interpretación
acompañan cuatro definiciones técnicas, tres legales y una relativa a la
traducción:
interpretación auténtica: la que de
una ley hace el mismo legislador.
interpretación doctrinal: la que se
funda en las opiniones de los jurisconsultos.
interpretación usual: la
autorizada por la jurisprudencia de los tribunales.
interpretación de lenguas: secretaría
en que se traduce al español y a otras lenguas documentos y papeles legales
escritos en otra distinta.
Además
de los diccionarios convencionales o semasiológicos, hay lexicones onomasiológicos, que, yendo desde la
idea hasta la palabra, pescan para quien se empeñe voces perdidas o no
almacenadas en la memoria de un cierto individuo: una experiencia psicofónica
de las que no dan miedo. No me refiero ahora a los diccionarios de sinónimos y
antónimos, donde las conexiones entre palabras —también ordenadas
alfabéticamente— son más locales, sino a los diccionarios ideológicos, que
fijan las relaciones entre rebaños de voces, sean estas sinónimas o no. Así
pues, asocian ideas. Mientras un diccionario de sinónimos agrupa sol con astro rey, uno ideológico lo une también a sistema solar, estrella, planeta, luz o calor. En un
diccionario ideológico se ofrece la panorámica semántica que se contempla desde
cada palabra de un idioma: la baraja a la que me refería antes.
Emplear
el diccionario ideológico para escribir lo convierte en una enciclopedia, de
modo que con él se pueden redactar textos con cierto fundamento sobre casi
cualquier asunto, sin improvisar ni esperar a que bajen las musas. La
mentalidad que contamina aún nuestra cultura —y nuestro sistema educativo—, en
este ya tercer siglo romántico, sigue sobrevalorando el concepto mítico de la
inspiración sobre el clásico o racional de la imitación emuladora. Quienes se
quedan en el DRAE sostienen el prejuicio de que sólo los genios, los vates y
los iluminados están dotados para la escritura. En su momento, sin embargo, hasta
hace apenas, ya digo, tres centurias, estábamos convencidos de que quienes se
ejercitaban en la lectura adquirían las condiciones para imitar primero y
emular y superar después a los anteriores. El trabajo es lo sustancial. Y el trabajo
de escribir se llama leer, «actividad»
«más resignada, más civil, más intelectual» que escribir. Lo dejó dicho aquel
clásico.
Por hoy baste; pero quede mi sospecha agosteña de que muchos llamen inspiración a María Moliner o a Julio
Casares.
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