sábado, 16 de agosto de 2014

VI, 24. Toparse de oídas es llorar

La oralidad reelabora, según la olvidadiza memoria le da a entender, frases arrancadas de textos. Que se fosilizan luego en comodines proverbiales para que ahí quede el (re)citador: más ancho que largo. Tal extracción por vía oral revitaliza de autoridad paradójica, por cuanto las sentencias transformadas se prescriben en circunstancias alejadas de las previstas en los textos despojados. A costa de ahondar la distancia entre lo que un autor escribió (y no digamos ya lo que quiso escribir) y lo que se le atribuye, estas acuñaciones literaturizan también la vida.
En una de las dos mejores hemerotecas digitales de la Prensa española, las de Abc y La Vanguardia, hallarán los curiosos el artículo «“Escribir en Madrid…”» (Abc, 1-6-1976), donde Evaristo Correa Calderón menciona tres de esas frases. Dos muestran bien cómo se enfoca literariamente la vida… mientras se desequilibra la literalidad. Veamos: Con la Iglesia hemos topado se refiere a un poderoso impedimento interpuesto entre el hablante y sus deseos. Inmensa es, en ciertos libros, la razón inversamente proporcional entre las veces que se citan y las que se han leído. El Quijote sea acaso el máximo representante de tal distorsión. Y fuente de donde mana el riachuelo de la frase mentada.
Última salida del estrambótico caballero: don Quijote y Sancho visitan antes que nada El Toboso (II, 9). El silencio de la «noche entreclara» queda roto por «voces» de animales: «mal agüero», pensará el héroe. Amo y criado, buscando «toparse» —ah, saltó la palabra— con el supuesto «alcázar» de Dulcinea, encuentran la iglesia del pueblo, próxima a «los cimenterios». Don Quijote constata: «Con la iglesia hemos dado, Sancho». Así: iglesia, con minúscula, pues está designando al edificio, no a la institución; y dado, participio mucho más neutro que topado. La lectura del fragmento de II, 9 descubre como apócrifa la creación Con la Iglesia hemos topado, que quizá una mayoría de encuestados atribuiría a Cervantes: sin ir más lejos, que no ando hoy con ganas de entrevistar por los callejones, 313.000 naufragan en Google.
Este pasaje es uno de tantos contextos cargados con la ambigüedad del perspectivismo cervantino; pero su sentido central es que don Quijote avisa a Sancho, a oscuras, de que su camino es «una callejuela sin salida». Soy consciente de que esta interpretación corre el riesgo de abrirse hacia el simbolismo, ese modo pobrísimo de leer; pero es que interpretar es modificar el texto interpretado: hermenéutico callejón sin salida. En todo caso, igual que don Quijote había cambiado las palabras —aquí, el nombre de su amada, una Aldonza Lorenzo transformada en Dulcinea del Toboso—, la iglesia y el dado se fueron convirtiendo en Iglesia y topado por mor de los falsos malandrines de la tradición ágrafa y oral.
Es el renombrado boca-oído. Sin salir del Toboso —digo, del capítulo 9 del Quijote de 1615, «Donde se cuenta lo que en él se verá»—, el caballero reconoce haberse «enamorado de oídas», en consonancia con los cánones poéticos y provenzales del amor de lonh, puesto en circulación medieval por poetas como Guillermo IX de Aquitania. Lo que me servirá de excusa para toparme con el Larra que, con extraordinaria ironía, escribió en «La fonda nueva» (1833) sobre el gorrón, «que come los más días de oídas, y algunos por haber oído».
Desde París, y en 1836, Larra se dirige a su amigo el editor Delgado. Por carta. En ella se demora el futuro santo patrón laico de los periodistas en informar a su editor sobre lo bien que se pagan los libros en Francia. Sin leer entre líneas, ese otro ejercicio de interpretación no menos azaroso que creativo, revisemos literalmente un fragmento de la carta de este deslumbrado Larra que, con su puntito de cateto que ha apañado y apretado la maletita, prueba fortuna en la entonces meca del arte, sí, en París de la Francia:

Escribir y crear en el centro de la civilización y la publicidad, como Hugo y Lherminier, es escribir […]. Escribir como Chateubriand y Lamartine en la capital del mundo moderno, es escribir para la humanidad; digno y noble fin de la palabra del hombre, que es dicha para ser oída. Escribir en Madrid es tomar una apuntación, es escribir un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo […]. Escribir en Madrid es llorar […]. Esto no obstante, pienso en mi España ahora más que nunca y la considero siempre como mi cuartel general.
(M. J. de Larra, Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1982, pp. 32-33.)

Ya ven: «Larra lo dice así: “Escribir en Madrid es llorar”. ¿Por qué se ha difundido el erróneo “escribir en España”? Porque, trasantaño, la identificación Madrid/España era mecánica y, sobre todo, porque nadie ha leído a Larra» (Umbral, «Escribir / Larra / Llorar», El País, 19-9-1984). En realidad, lo que en su carta va pidiendo el escritor al editor es que le pague, cuando regrese, un pastizal semejante al que cobran los colegas franceses por tomarse el trabajo de hablar para la humanidad de aquella manera: a pelo y sin excepciones.
Lo propio de un escritor romántico era esta grandilocuencia y, sobre todo, llorar. Ahí estaba, desde 1830, la llantina de Goethe, que cita Correa Calderón al prologar los Artículos varios de Larra (p. 48): «Un escritor alemán es un mártir alemán […], y en Inglaterra y en Francia ocurre lo mismo. ¡Cuánto no han tenido que sufrir Molière, cuánto Voltaire y Rousseau!». Menos lobos o cuentos de España negra: estamos ante un tópico literario romántico. Porque, a pesar de sus lamentos, Larra fue el biempagao del periodismo de su tiempo. Y reciclaba mucho: acabó incluyendo parte de ese famoso y paradójicamente desconocido párrafo epistolar en un artículo publicado en El Español, «Horas de invierno» (1836), donde ya no figura lo del «cuartel general», que en la carta avisaba de que volver, volvía.
Pero a lo que iba: he aquí otra sentencia modificada y, como se dice en nuestra era del New York de la América, descontextualizada: muchos de los que viven de la pluma —permítanme el arcaísmo— siguen afirmando que Escribir en España es llorar.
Y citan para más inri a Larra. De oídas, oiga.


No hay comentarios:

Publicar un comentario