La cultura popular es fundamentalmente oral: un saber que, adquirido de
oídas, transforma los textos en palabras que se llevan el viento y el tiempo.
En cambio, lo que el viento se lleve de la cultura escrita serán papeles. Ambas
culturas avanzan retrocediendo, mediante la selección, operada en la tradición,
de intertextos que determinan el presente. Ciertos fragmentos, así, van repitiéndose,
reformados, reformulados o renovados. La cultura es un palimpsesto reescrito de múltiples maneras.
Con frecuencia, un texto es trasvasado a la tradición oral, esa
centrifugadora que altera la literalidad inicial. Aunque ésta, la verdad, es
tan frágil que enseguida se expone a ser transformada. Ocurre con los títulos
de las obras literarias, lo primero —a veces lo único— que se lee de ellas.
Quizá fue por redondear, pero el Laberinto
de Fortuna (1444), de Juan de Mena, pasó a denominarse Las Trescientas, aunque el poema, sin los añadidos ajenos al primer autor, cuente con
doscientas noventa y siete estrofas. (Ningún publicista olvidará la arquetípica
atracción mágica y fatal que, ante el subconsciente colectivo o memoria de la
tribu, ejercen los cerrados números redondos.)
Como la comida, los títulos entran por los ojos. Elegirlos bien es dar el
primer paso hacia el éxito. Aún circula por ahí el prejuicio romántico —luego
doblemente falaz— de la intención del autor: «¿Tiene intención autobiográfica
su novela?», inquieren a un escritor quienes no pretenden leerlo. Como si un
autor controlara todos los aspectos de la elaboración y la transmisión de su
texto, esa tarea de equipo, como en las editoriales saben perfectamente.
Valentino Bompiani no sólo fue el editor de Obra
abierta (1962), de Umberto Eco, sino también el autor de su título. Eco
había pensado en bautizar a su criatura en plan académico, Forma e indeterminación en las poéticas contemporáneas, etiqueta
infumable para buscarse un hueco en el hábitat de las librerías. Menos mal que
estuvo al quite «Bompiani, que siempre ha tenido olfato para los títulos» y que
—según sigue rememorando Eco—, «abriendo una página como por casualidad, dijo
que debía llamarse Obra abierta». Un
rotundo acierto. Así se escribe, desde los despachos de una empresa editorial,
la historia de la teoría literaria.
¿Qué intención se reconoce en el título La Celestina? Lo mismo habría primero que saber quién fue el autor de tal denominación,
nada de origen. Las versiones iniciales de esta obra titulaban Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea (sí, Calisto con ese, que ésta es otra). Hacia 1540, la gente la citaba
ya como Celestina, título impreso
tardíamente, en la edición de Alcalá, 1569: setenta años después de la primera
conocida. El autor del título que ha quedado grabado en la memoria colectiva
parece haber sido, pues, el colectivo de los lectores e impresores del siglo
XVI. Vayan los críticos románticos a buscar intencionalidades ahí.
Los casos de títulos facticios, aquellos debidos a intermediarios distintos
del autor, no son pocos, y curiosamente afectan a la gran reserva de nuestra
bodega literaria: si la autobiografía erótica que es el Libro del Arcipreste de Hita fue bautizada en 1898 como Libro de buen amor, etiqueta que le puso
un tan erudito como mojigato Menéndez Pidal, las Canciones de fray Juan de la Cruz habían terminado con sus liras dando en
Cántico espiritual, otro título
facticio que pretendía arrimar el ascua a la sardina de la religiosidad ortodoxa,
en la que por descontado no militaba quien a finales del siglo XVI era un fraile
aún no canonizado. En cuanto a los lectores (y los oidores) del XVII, conocían
como El Pícaro a La vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana (1599),
frente a la voluntad expresa de Mateo Alemán. Otro exitazo de título, a pesar
del autor, que esta vez terminó en categoría imprevisible para el desconocido autor del Lazarillo. Y ya por
no hablar de El libro de los gorriones,
de Bécquer, que sus amigos dieron a la estampa —¿se decía así, no?— con el título
de Rimas, más conciso y ajeno a la
ornitología.
No es poco lo que se cita de oídas, o de leídas de segunda mano. No sólo inestable: nuestro
saber es enciclopédico, pues las enciclopedias suministran la mayor parte de la
información y de las citas.
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