Del doctor en
Derecho y capitán Andrés Rey de Artieda (1549-1613), que batalló en Lepanto, ya
vimos que en 1605 publicó su traducción
del soneto de Castiglione sobre las ruinas de Roma. Como participante, con
el alias Centinela, en la valenciana
Academia de los Nocturnos (1591-1594), coincidió el 13 de octubre de 1593 con otro de sus
46 integrantes sucesivos, apodado Sombra: Gaspar
Aguilar, secretario y mayordomo de aristócratas —dado, pues, «a la escritura de
encargo»— y tenido por alguno de los académicos como el mejor poeta de aquella
junta[1].
En la liga
de microantologías de ruinas propuesta antes de
1557 por el bético Cetina, de sobrenombre Vandalio,
participaron al menos otros tres competidores. El primero, este Aguilar que
el 18 de marzo de 1592, durante la 25ª sesión de la Academia, leyó «A las
ruinas de un pensamiento» (Cancionero de la Academia de los
Nocturnos de Valencia estractado [sic] de sus actas originales por D. Pedro
Salvá y reimpreso con adiciones y notas de Francisco Martí Grajales,
Valencia, Imprenta de Francisco Vives Mora, 1905, p. 50). Por la pieza había
distribuido, con cuidada simetría, cuatro menciones de ruinas, a razón de una por
cada par de los ocho versos iniciales; de postre dejó una quinta por el segundo
terceto:
Después
de ser Numancia destruida
no volvió más
a su primer estado,
ni la infelice
Troya se ha poblado
después que
fue en cenizas convertida.
No
quedó de Cartago la temida
fuerza que a
todo el mundo ha sujetado,
ni al valor de
Sagunto derribado
su grandeza le
fue restituida.
Ninguna
de estas fue reedificada,
por que tan grave
mal fuese el postrero
de quien
pudiese ser atormentada;
mas
esta Babilonia donde muero,
después de ser
mil veces derribada
otras tantas
ha vuelto al ser primero.
Aunque atinó
al ligar este poema con el de Cetina, «Si de Troya el ardor, si el de Sagunto…»,
Fucilla
llamó «caprichosa rúbrica» a su título (pp. 78-79), por no advertir que apunta al
tema de cierre de los sonetos de las ruinas: la desolación del yo. Que Aguilar,
jugando por libre, cifra en una metafórica Babilonia que modifica la estrategia
de los poemas precedentes: el yo es una suerte de ruina-ave Fénix, sino y signo
perpetuos de asolamiento y reconstrucción.
Antes de 1597, Juan de Arguijo, sevillano conocido por Argío, compuso la tercera microantología, enjaretando cuatro
menciones en los cuartetos de su soneto II:
No los mármoles rotos que contemplo,
tristes
reliquias de la gran Cartago,
ni
de Numancia el miserable estrago,
ni
los despojos del efesio templo;
no de Sagunto el fin, único ejemplo
de
la lealtad y de su injusto pago,
descrecen
mi dolor, ni satisfago
con
su memoria al mal que nunca templo.
Bien que prueba tal vez la fantasía,
aunque
en vano, aliviar mi desventura
con
la grandeza de desdichas tales;
mas la razón advierte que confía
en
remedio engañoso quien procura
con los ajenos
consolar sus males.[2]
Dos innovaciones
se cobra aquí Argío. La primera,
sumar al elenco de ciudades arruinadas un templo, si bien enorme, el de Ártemis
en Éfeso. Que fue en la Antigüedad considerado, según anotamos en su momento
Vicente Cristóbal y yo mismo,
una de las
siete maravillas del mundo; sufrió varios incendios (uno de ellos provocado en
el 356 a. C., día del nacimiento de Alejandro, por un tal Eróstrato, que con
esa acción quería conquistar la fama), hasta que en el s. III d. C. fue
definitivamente destruido por los godos.
Mi maestro y
amigo José Lara Garrido destacó la segunda «novedad» de Arguijo, que supone «la
función negadora de su propia cadena temática» (p. 260), pues que las ruinas no
brindan consuelo: se engaña —le dicta la
razón a Arguijo— quien busca alivio en los males de otros, por muy grandes
que estos fueran.
De un poeta que
fue leyenda en vida (y en muerte), hasta suponérsele el modelo para el mito de
don Juan, también se contó que había incendiado un palacio, lo que le brindó la
excusa de tocar, llevándola en brazos rescatada, a la reina. No más erostrático
pirómano que leísta, Juan de Tassis (Lisboa, 1582-Madrid, 1622) equiparó a
Sagunto con Troya y añadió a Cartago —si le gustaría el fuego— en el primer cuarteto de un soneto con que participó en la
liga de miniantologías de ruinas, a la que adicionó una cuarta ciudad que, sin
haber sido aún destruida, no formaba parte de las reglas del juego. Pero para
chulo, el conde de Villamediana:
El
último suspiro en Asia dado
—Troya en
Europa—, ya le dio Sagunto;
si por Cartago
en África pregunto
quién no
responderá: «¡Ved qué ha quedado!».
No
sólo tiene el tiempo ya triunfado
de los siete
milagros, mas a punto
reducídolos
ha, que también, junto
con su fama,
su número ha alterado.
Si
pueden consolarte ajenos males,
siendo ejemplo
a los tuyos, satisfecho
quedar puedes
con esto, Madrid, luego.
Mas,
¡ay!, que son las causas desiguales:
que lo que en
ellos tiempo y fuego han hecho,
ha hecho en ti
faltar de aquí mi fuego.[3]
Tiempo,
fuego y fuego personal: el hilo que engarza ruinas y yo atormentado
en el tablero de ajedrez de tales sonetos. Rozas conjeturó que Villamediana
compuso éste probablemente entre 1605 y 1611. Quizá. El hecho es que Tassis
coincide con Arguijo en acordarse, junto con las ciudades derruidas, de los siete milagros o Maravillas de la
Antigüedad, y en la formulación «Si pueden consolarte ajenos males», que enlaza
con el cierre del sevillano: «con los ajenos consolar sus males». Asimismo, la
metafórica «Babilonia donde muero» de Aguilar, que invadía el espacio
tradicionalmente dedicado al segundo tema, deriva en el real Madrid de
Villamediana. Quien complica, como novedad estratégica, esta referencia: Madrid
podrá aliviarse de sus males rememorando ciudades que ya fueron pasado
definitivo, aunque lo irreversible es tan paradójico como que el tiempo cambia
el número de los recuerdos; pero si
las demás urbes se perdieron por la acción destructora del tiempo o del fuego, Madrid
es ya ruina (metafórica) porque le falta «mi fuego». Sintagma poco matizado, que en Villamediana resulta muy ambiguo: podría ser menos el amoroso
—que ya sabemos que es írsele la amada y, todo en uno, entrar en trance
apocalíptico el poeta— que el referido a la soberbia cólera del conde, que
cultivó la afición a ser desterrado de la Corte.
Su azarosa
vida mostró que empieza uno coleccionando ruinas, ruindades y enemigos, y acaba
en una cálida calle oscura de agosto siendo asesinado.
[1]
J. M. Ferri Coll, «El
Libro de la Academia de los
Nocturnos», Anales de
Literatura Española, 20 (2008), pp. 189-210 (pp. 195, 197 y 203). El texto
del soneto de Aguilar, que modernizo y en el que modifico algo su puntuación,
está exactamente fechado en Cancionero de la Academia de los
Nocturnos de Valencia. Segunda parte extractada de sus actas por Francisco
Martí Grajales, Valencia, Imprenta de Francisco
Vives Mora, 1906, pp. 20-21 (la coincidencia de Centinela y Sombra en una sesión de la Academia, en p. 45). Lo trata J. M. Ferri Coll, La poesía de la Academia de
los Nocturnos. Clasificación y estudio de sus principales motivos [tesis
doctoral], Alicante, Universidad, 1999, pp. 313-317.
[2]
J. de Arguijo, Poesía, ed. G. Garrote
Bernal y V. Cristóbal, Madrid, Fundación José Manuel Lara, 2004, p. 7 (y p. cxxxiii para nuestra propuesta de datación de los sonetos de Arguijo).
[3]
Sigo —modificando algo la puntuación— el texto que aparece en J. Lara Garrido, «El motivo de las ruinas en la poesía española
del Siglo de Oro. Funciones de un paradigma nacional: Sagunto», Relieves poéticos del Siglo de Oro. De los
textos al contexto, Málaga, Universidad, 1999, pp. 251-308 (pp. 262-263),
quien publica y comenta igualmente los sonetos de Arguijo y Aguilar (pp. 260-262). Respecto al Tassis en todos los sentidos pirómano, formuló J. M. Rozas: «Si hay una palabra clave en la vida, obra y leyenda de Villamediana, ésta es fuego» (en su edición de Villamediana, Obras, 3ª ed., Madrid, Castalia, 1987, p. 57).
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