Creencia análoga a esa de la palabra como revelación, pero esta vez laica, apunta que la literatura es —a lo Vicente Aleixandre— manantial o al menos manual de vida: fuente de conocimiento. Este otro sentido de lo que me gusta llamar filología aplicada era el que cobraba el studium liberal de las letras antes de que formalismos, estructuralismos y otros peritajes y vanguardias tecnológicas del XX separaran a los textos del autor, a ambos de los lectores y a todos del gozo y del goce del estudio literario.
Considerando «la literatura de creación, y más concretamente la novela, como alimentador fundamental del saber», Edgar Morin ilustraba «la importancia de la literatura para entender la realidad», por «su carácter interdisciplinar y creativo», con su propio comprender «mejor qué es lo que pasaba en la ex Yugoslavia al leer las novelas de autores como los serbios Ivan Andreic, Cossic o el croata Korlzja». Y concluía aseverando que, aunque «exagerada», resulta «veraz» «la afirmación de La Rochefoucault, según la cual “no existiría el amor si no hubiera novelas de amor”»[1].
En esta línea dicta el capítulo VII de Libro de Boscán y Garcilaso (1999), reposada novela de mi maestro Antonio Prieto:
más allá de los escolios o los comentarios a una obra clásica, lo que verdaderamente nos atraía de ella era su seguir hablándonos, intrigándonos, haciéndonos creer que también nosotros, al leerla, participábamos inconscientemente de esa perennidad vencedora de la condena al olvido del tiempo. Éramos así coautores de los clásicos sumergidos en ello y la poesía no era un mero paisaje de palabras que podía sorprendernos con el colorido acertado de sus hojas, sino un medio profundo de conocer e interpretar un mundo, de sabernos en él y admirar su belleza haciendo nuestro lo extraño.
Los tiempos de Garcilaso. Nada se antepuso —plus ultra— a la España inicial: ni océanos, ni reyes, ni papas. En 1527, Alfonso de Valdés redactaba su apologético Diálogo de las cosas ocurridas en Roma para justificar la entrada a saco de las tropas imperiales en la ciudad. El Papa aprendió que, aunque él pretendiera ejercer cierta influencia de las puertas del cielo para adentro, España mandaba de puertas para afuera. El marco anecdótico que dará paso a la propaganda imperialista del libro se abre con el relato ficticio de un disfrazado Arcediano fugándose de una Roma que, acosada y asolada por las tropas del césar católico Carlos, a pique estuvo de dejar de ser eterna.
Un siglo después, los españoles apenas eran humo, sombra, polvo, nada. Fue entonces cuando Quevedo escaparía, so pobre capa —como en el escrito de Valdés— de mendigo, de la turbulenta República de Venecia. Fuere o no real ese episodio, resulta verosímil; pues que la vida y la leyenda y la literatura semejaran ser lo mismo en Quevedo: un hombre que transforma y trastorna su vida en verbo, y que acabará siendo personaje literario, así en el teatro español de los siglos XIX y XX. Borges, el inevitable, lo dijo como él decía estas y las demás cosas: como nadie: «antes que nada y sobre todo, Quevedo es una vasta y compleja literatura».
¿Y Jorge Luis Borges? Cuya vida es una biblioteca (como la del Jorge de Burgos ¿inventado? por Umberto Eco en El nombre de la rosa), una memoria de libros de arena, manuscritos, incunables rescatados en oscuros estantes y lejanas librerías de viejo. Cuya vida pudo ser postulada como ficción. Con la escasa buena voluntad que el ultranacionalismo presta al ultracatolicismo, o al revés, publicó hace años una revista ultramontana de ultramar (en Argentina, ese tipo de fascismo se llama peronismo), que Borges era un personaje ideado en una tertulia bonaerense y encarnado por cierto actor uruguayo.
Y qué esperar, si ni Borges mismo supo nunca la fecha de su muerte[2].
[1] Edgar Morin, «La literatura como fuente de conocimiento», El Mundo, 2-3-1994.
[2] J. L. Fermosel, «Borges: “No estoy seguro de que yo exista en realidad”», El País, 26-9-1981.
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