domingo, 11 de marzo de 2012

IV, 5. Jibarizar la vida

La revisión de los estereotipos del príncipe de cuento de hadas que es siempre bienamado y termina defraudando y del príncipe de la razón de Estado que es siempre temido y acaba ajusticiado, podría concluir también así: la política es una colección de artimañas para segmentar el mundo en clichés.
El lenguaje estereotipado que mana de los argumentarios de los partidos y de los asesores de los nada cándidos candidatos, suministra píldoras edulcoradas y adulteradas de la realidad. La complejidad jibarizada en simplicidades. No en vano, se difunden en memos o semi-informes mequetrefes, que no es ya que apenas balbuceen «los problemas que afectan a los ciudadanos» (otro que tal), sino que lo dicen todo de quien las profiere y prefiere.
Conviene al político que se precie (y justiprecie) aludir a una ínfima parte de la vida plural, y obviar y hacer olvidar el resto. Le conviene el recinto cerrado del cliché. Por eso el estereotipo fue teorizado, y aplicado luego, por los regímenes totalitarios del siglo XX: aquellos que más precisan reducir la vida todo lo posible para controlarla. El franquismo fue un semillero de eslóganes falsificadores: democracia orgánica enmascaraba a dictadura, y la pertinaz sequía era la culpable de todo lo que no fuera responsabilidad de la conjura judeo-masónica. Cuando llegaba el aperturismo y Franco y sus tecnócratas se pusieron la mar de estupendos, acuñaron aquello de que Spain is different. Franquistas y antifranquistas acabaron creyéndolo. Durante mucho tiempo. Ya había asentado Goebbels, ministro nazi de Propaganda, que una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en verdad. Si lo sabría él. Quizá en la frase lata sintetizada una teoría literaria o un curso acelerado de publicidad.
Con todo, los tenues pero pesados clichés de la casta político-propagandista no son exclusivos de autoritarismos y totalitarismos. El Muro de Berlín fue llamado de contención antifascista por los soviéticos y de la vergüenza por los occidentales. ¿No será el sintagma los occidentales, que incluye a japoneses y australianos, otro cliché? Y como muerto Hitler se acabó la rabia, los soviéticos dejaron de ser queridos bajo el marbete de los aliados, el estereotipo que antecedió al de los occidentales. Pues que no hubieran alzado un telón de acero.
La coincidencia de signo político entre los regímenes de la Unión Soviética y la República Popular China fue bautizada por la propaganda anticomunista, para acongojar al personal, como bloque chino-soviético, a pesar de que ambos países se liaron a guantazos en su amplia frontera, y no una vez solo, durante los años 60. Que chinos y rusos anduvieran a la gresca acusándose de imperialistas, no fue óbice para que siguieran refiriéndose a sí mismos con la cantinela del internacionalismo antiimperialista. Mientras, la Prensa occidental había fabricado una dicotomía para llamar a los dos máximos dirigentes de Estados Unidos y de la URSS: aquel era el Presidente norteamericano; este, el líder soviético. Tal nomenclatura, aceptada a base de repetida, incidía en una supuesta falta de legitimidad del segundo. Es que dictadura del proletariado era el disfraz de oligarquía de partido, y luego, cuando lo de dictadura ya no parecía tan revolucionariamente elegante, democracia popular sustituyó al estereotipo sustituto. Al fin sustituida la Unión Soviética pero que enterita del todo, aún hoy no se habla tanto de Presidente de Rusia como de Zar de Rusia.
¿Y si los occidentales agarran y bombardean algo, alcanzando objetivos no militares? La justificación correrá a cuenta de un cliché basado en un eufemismo: daños colaterales. Cuando los soldados de la OTAN caen por la torpeza de sus propios compañeros, que les disparan un poco, basta con aludir someramente al oxímoron del fuego amigo. Y como para hacer bulto y que no pareciera que los ataques aéreos fueran cosa casi exclusiva de los norteamericanos durante las dos Guerras del Golfo, venga de mentar por entonces, y a todas horas, a las fuerzas de la coalición.
Con ese trajín de palabras, es que no sé cómo seguimos entendiéndonos.

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