Como cualquier época, la nuestra tiene varias fechas de nacimiento. Pongamos la de 1827. Expuestas al fin en ese año fueron las Venus recostadas, entre ellas las tizianescas, en el Museo del Prado. A la vista de todos: un wikileaks democratizador de la estética y el deseo. 1827… Un año después moría Francisco de Goya.
Manuel Godoy, espécimen de la nutrida galería nacional de ineptos aprendices de brujo, había poseído casi todo en la España de su tiempo y sus dominios. De la reina abajo. De modo que entre las mil pinturas de su colección de nuevo rico figuraban aquellos y otros desnudos femeninos. Así, La Venus del espejo velazqueña (h. 1647-1651), robada durante la ilustrada invasión francesa y hoy en The National Gallery, ilustre pinacoteca británica donde, quizá por despistar, fue retitulada.
Asimismo era de Godoy La maja desnuda (h. 1797-1800). Mucho más allá de 1827 hubo de esperar este lienzo goyesco para, tras forzado apartamiento de un siglo en estancias aristocráticas, almacenes inquisitoriales y recónditas salas académicas, ser exhibido en el Prado. Fue en 1901.
La maja desnuda y su aséptica melliza, La maja vestida (h. 1800-1805), habían sido bautizadas en los viejos inventarios como las Gitanas y las Venus: derivaciones castiza y académica de la ecuación Tiziano. De gasas y demás efectos de ocultación había prescindido Goya en su neoVenus sin vestido ni pudor, con púbico vello sí. Goya regaló el desnudo total de una mujer que contempla sin complejos o, según se decía en su momento, «sin recato»: observa al que observa, manteniendo con expresión de tan despreocupada, retadora, la mirada de todo el mundo. De todo un mundo.
Una experimentada prostituta dueña de su destino y de cualquier hombre, como a principios del siglo XVI era la Lozana andaluza de Francisco Delicado, o una soberbia aristócrata señora de sus días, como la XIII duquesa de Alba, son dos de los tipos de mujer que en todo tiempo han podido permitirse el lujo de esa mirada desinhibida que captó Goya: mirada de liberación femenina, y por tanto también masculina. El libertinaje, bastante más practicado de lo que se cree en la España del XVIII, auspició que muchas mujeres superaran la moral tradicional sin caer aún en la progresista; esa que en 1914 llevaría a democrática sufragista inglesa a acuchillar La Venus del espejo. Pero con talante: apenas siete veces.
Hay que reconocerlo. La mirada de la maja destaca por la desproporción de su cabeza. Es como que a Goya se le hubiera ido la mano con el photoshop. Quizá por eso, los paparazzi de la historiografía y el ce-ese-i de la historia del arte no han tenido forma de identificarlas. A ella y a su mirada.
El desconcierto avivaba el ansia de anagnórisis. La alicaída Inquisición de 1815 tuvo un acceso de peligroso cotilleo cuando le dio por interrogar al afrancesado pintor, interesada la montaraz cofradía en conocer el DNI de su modelo. El sostenido secreto lleva desde entonces pariendo leyendas o investigaciones, habladurías o novelas, y todo a la vez: ¿la duquesa de Alba?, ¿Pepita Tudó, condesa de Castillofiel (¿por qué no?) y amante de Godoy? ¿Quién sabe?
En 1945, cierto episodio puso de máximo relieve la potente influencia del arte sobre la vida. Y la muerte. Siglo y medio después de birretratar a sus majas, el pincel libre de Goya forzó a que otro duque de Alba, atacado de apolillada dignidad y católico gusto por el trasiego de muertos, mandara exhumar los restos de su eximia antepasada. Pretendía el hombre probar la absoluta falta de correspondencia entre la espléndida anatomía desnuda del lienzo de Goya, y aquel rescate de huesos y cenizas. Para tal viaje no hicieran falta semejantes alforjas.
Por sobre el simpar albergue de gusanos flotaba, además y para siempre, una mirada.
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