domingo, 22 de enero de 2012

III, 2. Magias del pasado: el libro de bolsillo

Nunca se insistirá bastante. Renunciar a cultivar la curiosidad, ignorar, es abolir nuestra historia, la dimensión más paradójica de lo que somos, seres hechos de tiempo: ir, pues, aboliéndonos a nosotros, que, como afirmó Nietzsche, somos los griegos. Olvidar lo que ya fue hecho, olvidar el Nada nuevo bajo el sol bíblico, tan repetido, en español e inglés, por Borges, es una manía, una patología contemporánea —como el ser hortera es una patología estética—, un prejuicio típico de los eruditos a la violeta que pululan por eso que llaman la vida y la movida intelectual, especie cada vez más nutrida por devoradores de contracubiertas, fascículos y listas de best-sellers; especie detectada ya (nihil novum...) por Cadalso en el siglo XVIII.
En la bottega de su casa veneciana, el impresor y humanista Aldo Manuzio solía reunirse con amigos como Erasmo para departir sobre los libros o la vida. La historia de la tipografía recuerda a Manuzio como fundidor de nuevos caracteres. A él se atribuye también la invención de la letra impresa cursiva (o itálica o cancilleresca o aldina), inspirada en los manuscritos de las Rime de Petrarca, y utilizada en la impresión de las obras de Virgilio (1501).
En competencia comercial con otros impresores de la Italia humanista, como el florentino Filippo Giunta, Manuzio aportó más novedades. «En 1500 era publicado Lucrecio, que Aldo reimprimiría antes de morir, en 1515, en una nítida edicioncilla “de bolsillo”». Giunta, impresor y erudito como Aldo, también publicó «volúmenes baratos, cómodos y elegantes» de libros latinos e italianos impresos en itálica[1]. Quiere decirse que aquellos impresores humanistas de mediados del XV y principios del XVI, en la época de formación del espíritu empresarial y liberal (liberal decía en el español de antaño ‘generoso’), percibieron el libro como un producto comercial con el que —claro— ganar dinero. Pero no sólo eso.
Como lectores humanistas, aquellos impresores también compartían el espíritu democrático de la cultura: el espacio público del ágora, de la trastienda del librero, se colma, en afán de comunicación, de compartir saberes y experiencias, con la palabra. Y la palabra es centro y esencia de lo humano, del individuo, medida a su vez del universo, al que dota de sentido. El humanismo no puede entenderse si se lo desliga de la imprenta, aquel instrumento que, perfilado durante el XV, posibilitó la extensión democrática de la cultura, que siempre es, en cuanto autoexigencia de esfuerzo, aristocrática: nada más aristocrático que la democracia.
Con aquella herramienta, los impresores del Renacimiento contaron con el poder de transmitir de forma masiva el valor mágico y juntamente racional de la escritura. Como comerciantes, sí, pero también como humanistas comprometidos con sus semejantes, aquellos hombres contribuyeron a la historia de la cultura con un nuevo producto, el libro de bolsillo, con que llenar todos los bolsillos, incluyendo los suyos: un libro de pequeño formato, de peso reducido, no muy voluminoso, barato y producido en grandes tiradas. Un libro accesible para todos. Que cupiera en un bolsillo, que pudiera llevarse y traerse, que fuera envejeciendo entre las manos del lector al ritmo de su vida itinerante. Que lo acompañara como consejero o como informador o como amigo que distrae, consuela, comparte saberes y reflexiones.
El libro de bolsillo, producto típico de la cultura humanista, democratizadora y liberal, va ya por su quinto siglo de existencia. Surgido en el espíritu comercial de algunos empresarios italianos, ha transmitido ideas y ficciones, y procurado un amplio intercambio en el espacio cultural, artesanal y empresarial de Occidente. Ha familiarizado con la palabra impresa a todos los estratos sociales y, en especial, a aquellos que, siendo más desfavorecidos, quedaban alejados del nobiliar libro in folio, del manuscrito cuidado en la conciencia de la rara avis, o del libro (manuscrito o impreso) de lujo, en tantas ocasiones mero adorno de estanterías, como el mismo Petrarca, ya en el siglo XIV, atestigua en algún escrito suyo. El libro de pequeño formato ha llenado los bolsillos de los europeos durante cinco centurias. Los ha enriquecido con saber y dinero productivo: el que, ganado, se reinvierte en la imprenta, en la escritura, en la cultura.
Garantía de acceso popular al conocimiento, el libro de bolsillo sigue desempeñando una función básica en el modo de vida occidental: asegura el mantenimiento de una tradición de libertad y generosidad, un ámbito humanístico que ningún otro medio de comunicación ha conquistado como el libro.

[1] Eugenio Garin, «Introducción. El hombre del Renacimiento», en P. Burke et al., El hombre del Renacimiento [1988], Madrid, 1990.

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