martes, 10 de abril de 2012

III, 9. Intensivo de latín

Se me viene a la cabeza el recuerdo de cierta entrevista. El reportero interrogaba, a un profesor de Filología Clásica que pasaba por allí, sobre las posibilidades de revitalizar el latín como lengua común de los europeos. Una de tantas ocurrencias. El entrevistado, de seguro curtido en el estudio de los sofistas, desvió la cuestión hacia el constante crear neologismos grecolatinos para nombrar modernas realidades, empresas de vanguardia y últimos arterfactos. Estas cosas animan lo suyo.
Así que el periodista se envalentonó y preguntó cómo se diría vídeo, cómo habría que decir teléfono en ese hipotético latín restaurado. El buen inquisidor no salía de su asombro cuando, apacible y paciente, el profesor le contestaba que al decir vídeo ya estaba balbuceando la lengua de Cicerón, y que, al pronunciar teléfono, Platón podría hacerse una idea… ¡Ah de la república (otro latinajo), en manos de los eruditos a la violeta!
Cualquiera conoce que nadie discute que todo el mundo comparte la evidencia de que debe mantenerse el cultivo del latín. En la Vida del escudero Marcos de Obregón (1618), Vicente Espinel se detiene, durante una de las múltiples digresiones que hacen de esta novela una silva de varia lección, en las características con que ha de contar un maestro. Afirma entonces que el latín debería aprenderse a partir de una mínima teorización y de una práctica exhaustiva sobre la lectura de los libros clásicos. Porque al discípulo, según dicta el descanso VII de la Relación I,

se le puede enseñar con brevedad la lengua latina, sin cargalle de preceptos que los mismos maestros o no los saben o los han olvidado; de suerte que, en sabiendo declinar y conjugar, les lean libros importantes [...]; y todo lo demás tengo por tiempo mal gastado, porque las diferencias o propiedades de nombres y verbos se puede declarar en los libros que se fueren leyendo [...]; que en esto realmente son culpados los maestros de las lenguas que se aprenden por reglas porque faltaron los que las hablaban: porque las ordinarias fácilmente se aprenden con oírlas a los que las hablan, y los que las aprenden para saberlas y no para enseñarlas, con que entiendan el libro que les leyeren, sabrán más que sus maestros.

Nada —otra vez— nuevo bajo el sol. Marcos de Obregón propone enseñar latín entrenando las que hoy se llaman competencias comunicativas. Un entrenamiento con que adquirir, más allá de las reglas o preceptos gramaticales, el dominio pragmático de un idioma. En el caso de las lenguas muertas o en que faltaron los hablantes, el campo de pruebas será la recepción de la escritura; y según Espinel y los actuales métodos de enseñanza de lenguas, la audición, si se trata de idiomas ordinarios o vivos. Augura entonces Obregón una rapidez en el aprendizaje, algo en lo que insiste el marketing de los mencionados métodos.
Cendubete prometió al rey que enseñaría al príncipe todo su saber en un semestre solo. Obregón insiste en aprender latín a pasos acelerados. Esta prisa del aprendizaje, esta brevedad que ahora tanto se reclama del proceso docente, se ve que tampoco es reciente, si bien resulta ajena (o alienante) al tiempo que requiere labrar sólida la sabiduría. Es que —de acuerdo con el precepto clásico que repite el «Prólogo» del Sendebar— la vida es corta, el arte largo, pero «no hay para ganar la vida eterna sino el conocimiento». Lo enseñó asimismo el emblema CXXXII de Alciato: «Que del estudio de las letras nace la inmortalidad».
Así que un poco de sosiego y de paciencia.

2 comentarios:

  1. nada que no nos enseñen los clásicos...

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  2. Sí: un espejo en nuestra excursión por el tiempo y el espacio. Nosotros somos el reflejo...

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