miércoles, 8 de febrero de 2012

III, 5. Honra repartidora

Es sintomático que miserable en español signifique tanto ‘perverso, abatido, infeliz’ como ‘mezquino, que escatima en el gasto’. Así que el mismo idioma fuerza a identificar como miserable a quien cuida de la hacienda con rigor: un mezquino perverso. Por eso, en el siguiente apotegma de Melchor de Santa Cruz resulta que el bueno es el que, por mor de la honra, no repara en gastos: el comendador mayor Gutierre de Cárdenas, tesorero y consejero de Isabel la Católica, le espetó «a un su mayordomo muy miserable: “Doleos de mi honra, y no de mi hacienda”»[1]. Siempre la honra: la necesidad social, política, colectiva de aparentar. De quedar bien, cueste lo que cueste.
La Floresta española multiplica las escenas en que el alto prelado o el destacado noble afean el interés de sus servidores por conservar las haciendas de tales personajes, unos auténticos irresponsables. Todo un ejemplo de comportamiento, imitado luego durante siglos: hay que derrochar para mostrar y demostrar que se es quien se es. (Ya se sabe que el Yo soy el que soy termina en el Usted no sabe quién soy yo.) Un mayordomo de don Juan Alonso de Guzmán (1410-1468) le avisaba de «que daba mucho», a lo que Guzmán, primer duque de Medinasidonia,  contestó: «La grandeza de mi casa se ha de conocer no en los dineros que atesoro, sino en los que reparto» (Floresta, núm. 141, p. 196).
Es muy fácil desentenderse del capital que se ha logrado sin esfuerzo. Por eso a don Bernardino de Velasco, condestable de Castilla y uno de los nobles más poderosos de su tiempo (murió en 1512), le preocupaba sobre todo su colección de ballestas. Como se disponía a comprar dos pueblos o lugares, su camarero metió los 50.000 ducados con que iba a pagarlos en un cofre, que hizo guardar en la habitación donde Velasco exponía su colección de armas. Al enterarse de que allí estaba el arcón, y de lo que contenía, el condestable ordenó que lo sacaran: «Por hurtar el dinero, no me hurten alguna ballesta» (núm. 145, pp. 198-199). La misma actitud se observa, a finales del siglo XV, en el Duque del Infantazgo. Cuando un alcaide le anuncia compungido que su fortaleza de Buitrago se ha incendiado, el aristócrata solo se interesa por «ciertas redes para los venados» que «tenía allí». Al saberlas respetadas por las llamas, responde «muy regocijado»: «Desotro no se te dé nada, que yo lo había de derribar» (núm. 149, p. 200).
Este desprecio por el dinero y las posesiones, y este apego enfermizo por los útiles de caza, dicen de una mentalidad estéril y especulativa: ni, según vimos, al arzobispo de Toledo se le ocurría que sus criados sobrantes pudieran dedicarse a tareas productivas, ni a estos dos rancios aristócratas les importan los caudales que se invierten, o cuidar luego tales inversiones. Su patrimonio viene dado desde la cuna, es decir, del cielo, por lo que no deben preocuparse más que de los caprichos y de los signos externos de apariencia. Ballestas y redes, aunque colgadas o guardadas, inútiles en suma, indican ser de posibles: una capacidad de caza.
Y una potestad: solo caza quien puede.


[1] M. de Santa Cruz, Floresta española, ed. M. Cabañas, Madrid, Cátedra, 1996, p. 212 (núm. 179).

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